Saturday, April 08, 2006

Retiro espiritual




Habíamos llegado a un gran edificio esa misma mañana, después de un corto viaje en autobús escolar. Una novicia nos recibió en la entrada y nos hizo un gesto de que nos quedáramos en silencio, nos indicó que sería así la mayor parte del día , nos explicó que había un toque de queda a las nueve de la noche y nos mostró nuestros cuartos: unas habitaciones individuales, pequeñas, dotadas cada una de una estrecha cama con un crucifijo y un pequeño baño.

Mercedes, Mirella, Sandra y yo estábamos al final del pasillo del último piso, lo cual nos hizo contentarnos mucho, porque quería decir que las amigas de siempre íbamos a estar juntas.

A media mañana, nos tocó ir a la capilla. Debíamos rezar y meditar durante un tiempo. Mirella me hacía morisquetas para indicarme el fastidio y el hecho de que ya tenía hambre. En un momento dado, no pudiéndose aguantar las ganas de fastidiar a Delfina, su víctima predilecta, quien casualmente estaba arrodillada al lado de ella, rezando, sacó un lápiz afilado del bolsillo del uniforme y le metió un pinchazo.

“¡Ay!”exclamó Delfina a pleno gañote, a lo cual Sor Gertrudis le hizo un gesto reprobador, y cuando la pobre quiso explicar que se trataba de travesuras de Mirella, Sor Guri frunció las cejas, se puso el índice en los labios indicándole que había que quedarse en silencio.

Muy pronto nos tocó ir a comer.

El almuerzo era poco apetitoso. Consistía en unos tomates sin sal, una carne refrita y un arroz mojado de poco sabor.

Mirella, malhumorada, levantó la mano para pedir la palabra:

“¿ Qué pasa, Mirella? “ preguntó Sor Gertrudis.

“Que esta comida no me gusta, Sor, ¡No me va a dejar tres días comiendo esto!”

“Pues vas a tener que comerlo, porque es la única comida que hay..de todas maneras, uno no viene a un retiro a comer, sino a reflexionar, orar y acercarse más a Dios.. hay que seguir en silencio, hija”

“Sor,¿Pero quién se le va a acercar a Dios con el estómago vacío?”

“Bueno, ya está bien, Mirella. Come, te digo, que tienen la tertulia con el Padre Juan dentro de veinte minutos”.

Mirella dejó todo en el plato y puso la cara de cuando no estaba de buen humor. De allí, nos apresuramos a ir a la sala de tertulias.

La tertulia del Padre Juan era una charla muy esperada dada la buena fama de la misma que le habían dado todas las muchachas que ya habían pasado por el retiro. Se trataba de una reunión de grupos reducidos con el Padre, sin que ninguna de las monjas o novicias que nos acompañaban estuviese presente. Las muchachas de los años anteriores decían que el Padre Juan era “moderno” y que con él se podía realmente hablar.

Yo aún no había tenido la oportunidad de conocerlo. Pero si me había fijado que, antes de las Misas de los primeros Viernes de mes, el confesionario del padre Juan tenía mucho más público que el de los otros curas.

El Padre Juan era un sacerdote español de media edad, de cara rojiza y escaso pelo blanco, cuya copiosa doble papada e imponente estómago indicaban que el ayuno no era su penitencia predilecta. Usaba un traje oscuro con un estrecho collarín de cura y hablaba de manera histriónica, pasando del crescendo a la sordina en cuestión de minutos.

Comenzó hablando de “chicos” y pidiéndoles a las muchachas que levantaran la mano para indicar cuántas de ellas tenían novio. Luego pasó a explicar una serie de cosas que se hacían, o que se podían hacer con los novios, o más bien que los novios podían intentar hacer con nosotras y que probablemente nosotras teníamos que impedir que hicieran. En fin. Supuestamente el todo tenía que ver con una clarificación eclesiástica sobre lo que era o no era pecado, pero francamente, no recuerdo cuál fue la conclusión a la que el padre nos llevó en aquel entonces. Mi atención estaba demasiado concentrada en todas las cosas que, gracias a la tertulia, descubría que podían hacerse con un representante del sexo contrario. No que no estuviese yo enterada de las verdades de la vida, pero no conocía tan bien los detalles. En aquel entonces mis lecturas sobre temas sexuales se limitaban a la escena de Casas Muertas, en las que el personaje principal de la novela tiene el atrevimiento de abrirle la camisa a su amada y a Cien Años de Soledad, en las que creía adivinar, pero no entendía del todo, cuál era la ventaja de la dotación especial de José Arcadio Buendía.

Pero en una hora con el Padre Juan aprendí mucho más que en todas mis lecturas adolescentes.

El Padre nos explicó con lujo de detalles las diferencias entre los distintos tipos de besos. El beso en la mejilla, el beso en la frente, el beso en la mejilla y en la frente, pero mojado, el beso en la boca, con la boca cerrada, con la boca abierta, con las lenguas que se sienten o con las lenguas que se buscan, el beso en el cuello, el beso en la nuca. El beso sin manos, y el beso con manos, y, de este último, con manos en la espalda, en los senos, en los muslos, o mas arriba entre las piernas, en los sitios calientes, húmedos y escondidos. Cada uno de esos tipos de beso era considerado diferentemente por el padre, y era evaluado de manera distinta en el momento de la confesión.

La tertulia terminó cuando Sor Gertrudis vino a buscarnos para indicarnos que era hora de que fuéramos a nuestros cuartos a reflexionar, para luego pasar a otra sesión de rezos en la capilla.

Mirella me tocó la puerta del cuarto. Ya yo sabía que estaba tramando algo, porque la conocía y sabía además que mi amiga no se conformaba con hacer tremenduras: tenía que tener compañía y público. Típicamente la compañía era Mercedes, y el público era yo, quien en aquel entonces, salvo en escasas excepciones como lo describí en “No vayas a Misa, Elisa”, era demasiado mojigata para embarcarme en alguno de sus planes pero me divertía mucho con los preparativos y los resultados de sus andanzas.

“Tengo hambre, Bruni”, me dijo al entrar.

“Bueno, Mirella, la verdad es que la comida no es muy apetitosa, pero eso es lo que hay”

“No, Bruni, yo esta no me la calo, tres días comiendo tomates sin sal, carne dura y arroz mojado..”

“Y entonces, ¿Qué propones? No podemos hacer nada”

“Claro que podemos, ya le dije a Mercedes que nos escapáramos a Los Teques”

“¿A los Teques, Mirella? ¿Tu estás loca? ¡Si los Teques queda lejísimo de aquí!”

“No, no queda tan lejos, salimos del convento, y luego pedimos una cola al final de la carretera, no es tan complicado..”

“¿Y no te da miedo que cualquiera te de la cola?”

“No, si fuera sola sería otra cosa, pero con Mercedes no”.

“Te vas a meter en problemas, Mirella”

“En problemas, ¿Yo? ¿Alguna vez has visto que de verdad me haya metido en problemas?”

Mirella tenía razón. A pesar de los complicados esquemas que inventaba a veces, y que inventó después cuando ya tuvimos cierta edad (y que serán a su debido tiempo objeto de otros cuentos), se las arreglaba siempre para salirse con las suyas, sin mas que un regaño subido de tono en las pocas ocasiones en las que fue descubierta.

“Bueno, Bruni, me voy entonces con Mercedes, si Sor Guri pregunta por mi, dile que estoy en mi cuarto y que tengo dolor de vientre”

En aquel entonces, el dolor de vientre era la excusa perfecta de todas nosotras. Cuando el profesor de Matemáticas llamaba a alguna muchacha a que fuera a resolver el problema de la tarea en el pizarrón, la pobre a menudo se doblaba en dos, y se excusaba diciéndole al sorprendido joven profesor que no podía porque tenía dolor de vientre. Las monjas por su parte, levantaban una ceja de comprensión cuando el dolor de vientre se interponía en nuestra labores habituales. El dolor de vientre era un magnífico antídoto contra la aburrida hora de gimnasia y la Misa del Primer Viernes. El único problema es que era válido sólo una vez al mes, así que había que saber utilizarlo con sutileza.

“Y dime si quieres algo, te lo traigo”, agregó mi amiga.

Busqué en mi cartera, saqué un billete de cinco y le pedí que por favor me trajera un extrafino Savoy y unos chocolates con crema de fresas; a mi también se me estaba haciendo larga la dieta a base de tomates desabridos.

Esa tarde Sor Gertrudis me preguntó por Mercedes y Mirella al salir de la capilla. Yo, tal como convenido, le indiqué que Mirella tenía dolor de vientre y que no sabía de Mercedes. Sor Guri me miró con cara de sospecha, ella sabía que los dolores de vientre de Mirella eran particularmente seguidos y virulentos.

Unas horas mas tarde, cuando nos preparábamos para la cena, nos acercamos todas a la ventana. Mirella nos había tirado una piedrita para saludarnos desde el jardín del convento. Ella y Mercedes llegaban triunfantes con bolsas cargadas de chocolates, papitas, torrejitas, cachitos de jamón y pancitos dulces. Nosotras le dábamos una bienvenida de heroinas desde nuestras ventanas del tercer piso. De repente, vimos salir desde el portal de la entrada secundaria la inconfundible figura gordita vestida de blanco crema de Sor Gertrudis.

Mirella y Mercedes corrieron a esconder las bolsas, pero Sor Guri fue mas rápida y se las arrebató de un zopetón.

Esa noche, Mirella y Mercedes tuvieron que comer los consabidos tomates sin sabor y acostarse mas temprano que las otras.

Pero a los pocos minutos de que la novicia pasara a apagarnos la luz y recordarnos el toque de queda, Mirella tocó la puerta de mi cuarto y entró con Mercedes y Sandra. Puso una manta en el borde de la puerta para que la claridad de la linterna que tenía no pudiera verse desde afuera.

“Tenemos que hacer algo, Sor Guri se va a comer ella sola todos los chocolates”

Acto seguido, me explicó el elaborado plan que había pensado para entrar cual comando de Swat en el cuarto de la monja y recuperar el botín. Todo iba a ocurrir durante la misa de media mañana del día siguiente, mientras Sor Guri, quien tenía una agradable voz de soprano gallega, se encargaba de cantar la canción de entrada de la Misa:

“…Qué alegría cuando me dijeron

vamos a la casa del Señor…”

Y, por supuesto, Mirella y Mercedes se escabullirían por una de las entradas y lograrían entrar y fizgonear en el cuarto sin ser vistas.

Durante el almuerzo, vi que Mirella se sentaba junto a mi con cara de pocos amigos.

“¿Qué pasó?”

“Entramos al cuarto, y no encontramos nada, la muy gordita se los comió todos”

“Como va a ser, Mirella, es imposible que una sola persona se coma todas esas chucherías”

“Por eso es que es gordita, te digo; y además, viste que la novicia también dejó un montón de comida en el plato, eso fue que se comieron entre las dos todos mis cachitos de una sola sentada”

“No hombre Mirella, eso fue que los escondieron…”

Sor Guri desde el fondo de la mesa nos hizo un gesto de que termináramos de comer en silencio y luego nos indicó que debíamos ir a la tertulia con el Padre Juan.

La tertulia de esa tarde trataba sobre la Masturbación. Yo oía la palabra por primera vez en mi vida, y me quedé fascinada con las sabias explicaciones fisiológicas del Padre Juan. Resultaba que la fulana masturbación podía ocurrir en cualquier momento, sentándose torcido, abriendo y cerrando las piernas al ritmo de una canción, montando a caballo a horcajadas, montando bicicleta, nadando en una piscina cerca de la entrada de agua… Las explicaciones del Padre eran detalladas e interesantes y tenían como legítimo objetivo que distinguiéramos con certeza la situación de pecado. Pero de nuevo, yo estaba demasiado ocupada captando las nuevas informaciones que recibía para poder recordar después las conclusiones a las que se llegaban.

Además mi confusión era total. ¿Cómo era posible que se pudiera pecar montando bicicleta?

Esa tarde, nos tocó irnos todas a confesar y quiso la suerte que me tocara como Confesor el padre Juan.

Hasta ese momento, casi todas las Confesiones de mi vida habían sido un asunto banal. A pesar de que siempre sentía un cierto temor justo en el momento en que me tocaba el turno de arrodillarme en la pequeña y oscura cabina, los Padres de Chuao, que eran belgas, no parecían prestarle mayor atención a mis pocos pecados, y me las arreglaba siempre con una corta penitencia de tres Ave Marías. Había tenido, sin embargo dos experiencias menos felices: una fue el día antes de mi Primera Comunión en el que había tenido que confesar, además en Italiano, que le había halado el pelo a mi hermano en innombrables ocasiones y que no estaba para nada arrepentida de ello. Después de tal franqueza tuve que arrepentirme rápidamente bajo pena de no participar en la ansiada ceremonia al día siguiente. La otra fue en Los Dos Caminos en las que un Padre Español me impuso una penitencia que yo consideré excesiva de ocho Padres Nuestros y diez Ave Marías por haber faltado a la Misa de la semana anterior. Yo hice mi penitencia y comencé a rezar cada oración, pero el conteo me confundía y al final quedé atemorizada de haber contado mal y no cumplir la penitencia, con lo cual volvía a hacerla y volví a equivocarme hasta que pudo mas el fastidio de repetir el rezo que el miedo al infierno eterno por los dos Padres Nuestros que me hubiesen podido faltar . Así que, de manera sistemática, evitaba a los Padres Españoles o Italianos y favorecía tener confesores belgas, a pesar de que nunca entendí que era lo que me replicaban.

Pero esta vez, no tenía escapatoria, me tocaba confesarme con el Padre Juan.

“Ave María Purísima”

“Sin pecado concebida”

“¿Dime hija, cuánto tiempo tienes que no te confiesas?”

La pregunta siempre me tomaba desprevenida. ¿Porqué la hacían? Si se suponia que la confesión era opcional, y debía hacerse únicamente cuando se pecaba, pues si no se pecaba no debía haber confesión. Con los años he llegado a la conclusión de que los inquisitivos sacerdotes funcionaban de manera probabilista. Si uno espaciaba mas las confesiones, pues la probabilidad de pecado era mayor y a ellos les gustaba poder evaluar qué tan ciertos podían ser los pocos pecadillos que confesábamos.

Siempre temerosa de decir una mentira, le di un cifra aproximada, mes o mes y medio. El padre Juan pareció satisfecho. Seguí con mi retahíla de pecados típicos: me escapé de la Misa del Viernes, le respondí mal a mi mamá, me peleé con mi hermano..

“Pero dime hija, te has masturbado o no te has masturbado”

Me quedé sorprendida de oir tan pronto la extraña palabra cuy significado acababa de aprender

“No, creo que no”

“Estás segura?”

“Bueno, creo que si”

“Nunca has abierto y cerrado las piernas?”

“Ejem..si”

“A ver cuéntame, ¿Cuándo?”

“Cuando oigo música y llevo el ritmo con las piernas”

“¿Pero te gusta o no te gusta?”

“¡Pues claro que me gusta llevar el ritmo!”

“Pero, a ver hija, ¿Te ha gustado de manera especial? A ver, a ver, explica”

“Pues me gusta llevar el ritmo, así como me gusta bailar”

“¡Ah! ¡Bailar! Y dime hija, ¿Te gusta bailar sola o acompañada?”

Yo estaba sorprendida del interrogatorio, pero ante cada pregunta reflexionaba seriamente para dar la respuesta mas verídica posible, no fuera a ser que pecara por omisión.

“Pues mejor acompañada”

“¡Ajá! Y dime hija, has bailado piezas suaves”

“¿Suaves?”

“lento..”

“Pues si, claro que sí”

El “claro”, era un poco optimista ya que correspondía a unas pocas ocasiones en que había aceptado bailar lento con mi vecinito o con el hermanito menor de Marlene, más por no pasar la pena de quedarme sentada que por otra cosa.

Y así el Padre Juan siguió indagando sobre el nivel de cercanía que había tenido con Guillermo, mi vecinito y compañero de verbenas, y sobre si la parte superior de mi muslo había sentido algo al rozar el cuerpo de el. Yo no estaba muy segura de qué era lo que tenía que haber sentido, así se lo indiqué al Padre Juan, y le prometí que la próxima vez iba a estar más pendiente.

Gracias a eso, pude por fin liberarme de tan insólita confesión, con una penitencia de cinco Padres Nuestros y cinco Aves Marías.

Ese día en la noche, nos tocaba una fiesta clandestina en unos cuartos del pasillo del tercer piso, que estaban aislados del resto del edificio. Todas nos habíamos pasado la voz de que teníamos que llevar nuestras linternas y alguna que otra vela para hacernos pasar por ánimas y asustar a Delfina, que no estaba al tanto del singular acto cultural de fin de retiro. Marlene, Mercedes y Yoli habían preparado un espectáculo de Can-Can. Mirella se había disfrazado de pitonisa y le leía la mano a todo el que se le atravesara y yo vencí mi timidez natural y y me atreví a hacer las imitaciones de algunos de nuestros profesores.

Al terminar nuestro acto, oímos unos ruidos en los pasillos de arriba ¡Sor Guri y la novicia debían estar fisgoneando en nuestros cuartos y encontrado que no estábamos allí! Mirella, Mercedes, Sandra y yo, nos apresuramos en escabullirnos por una de las escaleras auxiliares. Éramos unas expertas en eso de conseguir escaleras que nos llevaran siempre a lugares precisos en tiempo record

Justo a tiempo entré a mi cuarto, me metí vestida y todo debajo de la cobija y me hice la que estaba a punto de hacerme ganar por el sueño.

Sor Guri tocó suavemente a puerta y tras decirle que entrara, me hizo una pregunta, siempre en la oscuridad.

“Has visto a Mirella? “

“¿Mirella, Sor? Debe estar al lado durmiendo en su cuarto”

“ ¡Pues hace cinco minutos no estaba!” respondió antes de salir.

Unos instantes después oí desde mi habitación una conversación entrecortada entre Sor Gertrudis y Mirella.

“¿Qué los hiciste?”

“¿Que hice qué, Sor?”

“Tu sabes muy bien de qué estoy hablando, lo que agarraste de mi cuarto”

“¿Yo, Sor?¿ Qué dice Ud que agarré? “

“Tu lo sabes muy bien, Mirella…más vale que reaparezcan, sino estás en problemas”

“Y Ud, Sor…¡Ud se comió todos mis dulces!”

“Que no me los he comido…”

Luego oí un “Está bien” y el sonido de la puerta del que sale de una habitación.

El último día de retiro había sido muy corto. Habíamos ido a la capilla, desayunado unos desabridos huevos revueltos con tostadas, asistido a una última tertulia de despedida y embarcado en el autobús escolar que nos llevaría de vuelta a Caracas y a nuestra vidas cotidianas.

El retiro había sido un éxito, todas habíamos aprendido algo en el mismo. Yo no había tenido oportunidad de preguntarle a Mirella sobre la inesperada visita de Sor Guri a su habitación. Intenté antes de la tertulia, y ella me hizo un gesto de que me lo diría después.

Pues una vez que las cuatro amigas estuvimos instaladas en los bancos de atrás del autobús, Mirella sacó una bolsa cargada con los chocolates, torrejitas, papitas y todas las demás chucherías que Sor Guri le había confiscado.

Sorprendida le pregunté.

“¡Mirella! ¿Y cómo hiciste para recuperarlos? ¿Encontraste el escondite?”

“No, Sor Guri me los dió”

“¿Cómo? Si ella estaba tan firme contigo que yo estaba segura que hasta te salía expulsión del Colegio”

“No que va, Bruni, te dije que yo nunca me meto en problemas….hicimos cambalache, yo le devolví algo que ella quería..o mas bien algo que realmente necesitaba”

“¿Ah si? ¿Y qué fue?”

Fue así como, entre las carcajadas de las muchachas, pudimos oir cuáles habían sido las últimas andanzas de Mirella .

Pero sobre todo, la travesura nos hizo percatarnos con gran asombro que a las monjas también les da dolor de vientre.


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