Friday, April 29, 2005

La Cuadra 24/5/92




Pedro era el bodeguero de la esquina de casa de mi abuela. Pedro sellaba el 5 y 6, vendía periódicos, revistas, piñatas, bombas, pistolas de agua y carritos de juguetes de mala calidad, de los hechos en Japón. Pero, antes que nada, para mí, Pedro vendía barajitas y "chucherías": Cri-cri, Torontos, Cocossettes, Suzi, Super-Crema, Choco-Crema, Miramar y Ping-Pong.

Pedro entraba en competencia con Pablo, el dueño del abastos de la otra esquina. Desde muy pequeña mi oído se había acostumbrado al acento de Pablo. Pablo era portugués, mientras que Pedro era de Valencia. Pablo tenía la mala costumbre de que cuando uno le debía una locha, se la cobraba a uno como tres centavos, mientras que si era él el que la debia, la pagaba como dos centavos. Esto pasaba a menudo, porque el cartón de leche valía un bolívar con una locha. A veces hasta le daban a uno el vuelto en caramelos. A mi no me gustaba el vuelto de Pablo, porque era de caramelos de choco menta, el vuelto de Pedro era mucho mejor: Torontos.

A veces el vuelto era de gomitas. De alguna manera yo asociaba las gomitas con un misterioso caramelo que nunca terminaban de darme. Se llamaba "tenteallá". Cuando comenzaba a querer ayudar en esto o aquello, mi abuela me mandaba donde Blanquita:

"Dile a Blanquita que te de tenteallá."

Yo llegaba donde Blanquita y le pedía tenteallá, esperando, por alguna razón desconocida, que Blanquita me daría un cubo azucarado de gomita de naranja. Pues no, Blanquita me hablaba de otra cosa y, al rato, me enviaba de vuelta a pedirle tenteallá a mi abuela. Al fin y al cabo, nunca logré obtener el famoso tenteallá. Con los años, he terminado por creer que el tenteallá nunca existió y que se trataba de unas gomitas surrealistas, producto, probablemente, de la imaginación vívida de Blanquita que era de San Juan de Los Morros. Todavía sus historias sobre la Llorona y la Sayona me ponen los pelos de punta. Y no hablemos del Coco, que me inducía a levantarme en el medio de la noche para verificar, aterrorizada, si estaba escondido debajo de mi cama.

Al lado de la casa había una quincalla cuyos dueños eran unos españoles, de apellido González. Si no era el tenteallá, mi abuela me mandaba donde la señora González a pedirle una aguja, o un dedal. Yo iba de regreso al cuarto de arriba, donde la encontraba cociendo en una vieja máquina Singer empotrada que funcionaba con un pedal mecánico. Al lado de la máquina, había un maniquí de costura al que mi abuela le medía las piezas que iba montando con alfileres. El maniquí me impresionaba mucho porque era mucho más alto que yo, no tenia piernas, brazos o cabeza pero la forma del cuerpo se parecía a la de mi abuela, forrado de terciopelo verde.

En frente a la casa, vivía un personaje interesante. Era una peluquera que tenía su negocio en lo que normalmente debía haber sido el garaje techado de su casa. No recuerdo su nombre pero era una mujer alta y rubia que le echaba cerveza en la cabeza a sus clientas. Yo sabía que era cerveza porque mandaba, en un acento extraño, a Maria, una jovencita flaquita que siempre tenía puestos unos rollos rosados, a que fuera donde Pablo a buscar cerveza. Luego se la echaba en la cabeza a las clientas, les ponía los rollos, las metía en el secador y, al sacarlas de allí, les batía el pelo.

"Parra hacerle un buen moño". Decia.

Si la razón del moño era para el día siguiente: un Bautizo o una Primera Comunión, la peluquera recomendaba a la clienta que cubriera el moño con papel de seda y que fuera en la mañana temprano para un retoque.

A mi todo el proceso me fascinaba y me horrorizaba a la vez. Sin embargo, me encantaba ir para allá. Una vez por semana la peluquera me llamaba con su extraño acento y me entregaba los mas deliciosos dulces de manzana de nombre impronunciable para que me los comiera de merienda.

Un Domingo temprano, toda la cuadra se fue a hacer una larga cola al Colegio. Cada quien regresaba con el meñique morado. Blanquita me trajo un montón de barajitas de varios colores: verdes, rojas, amarillas. Algunas tenían figuras como las de un indio, o un timón o una lanza. Yo le pregunté qué fue a hacer con esas barajitas. En aquel entonces yo coleccionaba las barajitas de Disney y solo me faltaba el hada madrina gordita de La Bella Durmiente para completar el álbum. Ella me explicó que la cosa era distinta, que una vez cada cinco años había que meter dos barajitas en un sobre y después le pintaban a uno el dedo de morado. Yo comencé a hacerle preguntas sobre el color de las barajitas, al parecer se podían meter dos de colores diferentes siempre y cuando los tamaños fueran diferentes. A mi todo eso me parecía muy complicado, de esas cosas complicadas que hacían los adultos y que llamaban "diligencias".

Al rato, llego Ana Maria, la vecina del otro frente, y me trajo también un grupo de barajitas. Yo las chequié y le dije a Ana que eran las mismas que Blanquita me había traído.

Entonces, Ana se rió y le dijo:

"¿Como que votamos igual, Blanquita?"

"Como que si".

1 comment:

Guillermo said...

Parece sacado de un libro de Alfredo Bryce Echenique :-)