Mi tia me había incitado a ir a dormir en el medio de la tarde. Yo me instalé en la inmensa cama estilo D’Annunzio de mi nonna mientras ella bajaba las persianas oscuras que cortaban totalmente la luz y el aire. En medio de la negrura total que procuraban las persianas, sólo podía observar la imagen verde fosforescente de la Madonna di Pompei que mi nonna tenía en su mesa de noche. Supuestamente la imagen debía darme confianza pero la verdad es que me daba tanto miedo, que trataba de voltearme para no verla. Las sábanas estaban frescas, como a mi me gustaban, y, poco a poco, el sopor de la media tarde del verano romano se fue instalando. Muy pronto mis párpados se hicieron pesados y me quedé dormida.
A la hora de cena, mi tía me despertó. Ese era el procedimiento usual en los días de fiesta en los que sabíamos que tendríamos que quedarnos hasta tarde, como en Navidad o en Año Nuevo, cuando toda la familia se quedaba jugando tómbola hasta las tres de la mañana. Pero esta vez no era Navidad. Esta vez mi tía nos había mandado a dormir a mi hermano y a mi, para que pudiéramos ver el juego que pasarían entrada la noche, la semi-final Italia-Alemania del Mundial de México.
Era mi primer Mundial. Las cámaras de televisión mostraban a la squadra azurra cantando el himno en el grandioso estadio Azteca de ciudad de México. Yo tatareaba i “fratelli d’Italia” en la mente mientras hacía competencia con mi hermano para ver quién reconocía a mas jugadores. Yo decía conocérmelos a toditos, porque había visto la fotografía en cada bar del vecindario: Boninsegna, Mazzola, Riva, Rivera, Facchetti, Bertini, Albertosi y hasta sabía que el joven portero suplente se llamaba Dino Zoff.
Era tarde en la noche, pero no parecía. De las ventanas abiertas por el calor podía ver los grandes edificios amarillos totalmente iluminados. En cada ventana se veían muchas siluetas de viejos, jóvenes y niños pegadas al televisor. Boninsegna, quien tenía un apellido predestinado (*), marcó el primer gol a los pocos minutos de haber empezado el juego. Un grito ensorcedecedor de alegría llenó entonces la noche romana. Según mis tíos, gli azurri estaban jugando bien, la victoria estaba asegurada. Pero en el último minuto, tan sólo unos segundos antes de que el árbitro pitara el final del partido, Schellinger marcó el gol del empate. Roma entera gritó entonces groserías de dolor e incredulidad. Schellinger, además, era bien conocido. En aquel entonces el campeonato italiano sólo aceptaba dos jugadores extranjeros, y Schellinger era uno de ellos.
Pocos minutos después la esperanza italiana se fue al suelo cuando marcó Muller, quien era considerado el mejor goleador de su equipo. Roma lloró de desazón. Mi tía se alejó en ese momento del televisor por superstición, y a los pocos segundos un italiano llamado Burgnich marcó el empate. Cinco minutos más tarde Gigi Riva, la estrella de la squadra azurra, le daba un gol de avance a Italia. Pero la emoción no duró sino cinco minutos más puesto que Muller atacaba de nuevo, igualando la marca a favor de los alemanes. Mis tío casi se caen por la ventana de los nervios, los vecinos a contraluz se llevaban las manos a la cabeza y los romanos en coro volvían a gritar su horror. Pero no duró sino dos minutos porque Gianni Rivera, quien sustituía a Sandro Mazzola, entró finalmente a marcar el gol de la victoria.
Los días siguientes fueron una fiesta. La ciudad se había paralizado completamente para darle paso al Carnaval de banderas, de corneteos y de bailes en plazas y fuentes. Todos nos vestimos de verde, blanco y rojo e incluso las monjas del Colegio nos invitaron a que fuéramos a rezar por la squadra azurra. Estaba en juego mucho más que el Mundial: Italia y Brasil se disputaban el honor de ser los primeros tricampiones de la historia. Entonces, a mi el rezo me pareció muy apropiado. Si había que rezar por algo, pues era mucho mejor rezar porque Italia ganara que rezar porque hubiesen “muchos sacerdotes y religiosas”, como hacíamos a menudo los días de Misa.
Sólo tres personas en toda Roma parecían haberse sustraido a la fiesta colectiva: dos muchachas, cuya imagen fue difundida ampliamente en noticieros y periódicos, que tuvieron el coraje de salir a pasear en Vespa ondeando la bandera de Brasil, y mi mamá, quien hacía lo posible por mantener una actitud discreta, pero cuyo silencio culpable nos recordaba que había pasado la infancia en Rio de Janeiro.
La salida del closet materna se produjo unos días después ante la Samba de goles del equipo de Pelé, Jahirzinho, Tostao y Carlos Alberto. Pasaron muchos años antes de que los hijos le perdonáramos la sonrisa de Gioconda que se le escapó en ese último juego.
Pero la fiesta no terminó allí. Los periódicos reconocieron “Il Brasile, troppo forti per gli Azurri” y la gente salió a festejar y a recibir con gran pompa a Fiumicino a los subcampeones, los cuales habían sido recibido a tomatazos en un aereopuerto de provincia tan sólo cuatro años antes, tras la humillante derrota de Italia contra Korea.
Pero en toda esta historia que termina bien, había sólo un oscuro personaje que termina siendo el malo de la película. No se trata de un jugador brasileño ni alemán. Era Ferruccio Valcareggi, el director técnico de la Squadra Azurra. Desde entonces fue bautizado como “quel cretino di Valcareggi” por no haber hecho jugar a Rivera hasta los últimos minutos de juego a pesar de la paliza que los Brasileños le estaban propinando a su equipo.
En aquel entonces, me sorprendió el epíteto. Pero con los años aprendí que, por definición es el que se le agrega a quienquiera que sea el director técnico del momento.
Después de todo, La Nazionale italiana es el único equipo en el mundo que tiene otros 60 millones de directores técnicos.
(*) “segnare” en Italiano, significa marcar. En dialecto, “Boninsegna” podría traducirse como “Bueno para marcar”.
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