Llego a casa y sigo mi rutina de invierno: zafarme gorro de lana, abrigo, bufanda, guantes y botas, darme un baño con agua caliente, prepararme una taza del chocolate que sólo consigo en la Libreria Española y sentarme a leer el libro usado que compré junto con el chocolate.
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”
He leido muchas veces esa primera frase de Cien Años de Soledad, pero es sólo hoy, frente a la ventana que presenta la décima tempestad de nieve del año que me doy cuenta totalmente de su significado. Para una canadiense como yo, no conocer el hielo es como no conocer la luz. Es no saber que el polvo inmaculado y amistoso de nieve recién caída encubre a veces un elemento traicionero que hace que desde niños aprendamos a caminar como pingüinos.Es no entender que cuando hay hielo el frío que se te mete adentro te congela los dedos bajo los mejores guantes forrados y te va penetrando piel, huesos y alma.
Pero no conocer ese frío es también no haber experimentado nunca el bienestar animal que produce el refugiarse en un portón con estufa prendida. O el enrollarse en un mantón de lana y tener la excusa para prepararse, sin remordimientos, un buen chocolate caliente.
Me pregunto cuánto tiempo más podré darme el lujo del libro y del chocolate. He dejado de fumar, Internet y el cable ya fueron cancelados, y una pila de cuentas me espera en la cesta de la entrada. Por el momento me quiero gozar la historia de Melquíades, entre sorbos de chocolate y el tintineo tranquilo de la tempestad que puedo oir todavía, protegida por los gruesos vidrios de mi ventana.
Me llamo Nicole Lortie y soy traductora, o correctora, o escritora, o cualquier cosa que me permita pagar las cuentas. Nunca me gradué porque durante los estudios en Letras obtuve el trabajo perfecto, en publicidad. Lo perdí hace dos años cuando me dijeron que yo y mis eslóganes nos habíamos vuelto viejos y fui sustituida por una punk sin experiencia. Nunca tuve marido, ni hijos, pero si un amante que me dejó, también hace dos años, y también por una punk sin experiencia.
Sigo leyendo la historia tropical de los Buendía. La he leido muchas veces, pero quizás el contraste del calor de Macondo con el frío blanco que hoy repiquetea en mi ventana hagan que esta lectura sea especial. O quizás sea el formato del libro. Es una versión pequeña pero de lujo, de esas que parecen misales con portada de cuero y con marcador de trenza de seda. Muevo el marcador hacia otra página y me espera una sorpresa. Es un billete azul, de lotería, con la fecha del lotto de hace dos semanas. Examino el billete, no está firmado ni tiene nombre por detrás. Me paro a desenterrar una vieja guía telefónica que se ha cansado de llenarse de polvo en una esquina de mi sala. Busco el número de la oficina de loterías y lo marco. Responde un sistema automático y al cabo de cinco minutos tengo la respuesta: soy millonaria.
Han pasado varios inviernos desde que encontré el billete azul que cambió mi vida. Ahora me siento a leer y a tomar chocolate frente al balcón que da al gran jardín nevado de mi casa y a la extraordinaria vista del sur de la ciudad. La taza es de porcelana danesa y los libros fueron suplantados por libretos que muchos escritores noveles me envían para que evalúe. Nicole Lortie es sinónimo de series exitosas y Producciones Melquíades, mi productora, es referencia obligada en el medio.
El cielo bajo y gris anuncia que la nieve está a punto de caer. Me siento en mi butaca favorita y me dispongo a iniciar el ritual íntimo de lectura con chocolate cuando Corazón, mi ama de llaves filipina, me anuncia que tengo visita. El nombre no me dice nada, pero Corazón me asegura que el personaje es insistente y que no se irá hasta tanto no haya hablado conmigo.
Unos minutos después entra un hombre de edad indefinida, barba espesa y pelo rojizo mal peinado. Lleva un gorro raido, una bufanda tejida con lanas baratas y un abrigo bien cortado, pero testigo de tiempos mejores. No se quitó las botas al entrar, así que un pequeño charco de agua se comienza a formar en la elaborada marquetería del piso. Me indigna la desconsideración y le indico la alfombra de la entrada para que se seque las botas. El me mira con aire desafiante y me dice que trae el libreto para mi próxima serie. Me sorprende tanta arrogancia y pregunto porqué está tan seguro que me va a gustar. El levanta una ceja, esboza una sonrisa irreverente y se retira sin despedirse, dejando la pregunta en el aire y una carpeta negra sobre la mesa.
Corazón debe haber oido el diálogo porque viene de la cocina para limpiar el charco, mientras yo me repongo de la insolencia y me sirvo una taza de chocolate humeante de la hermosa cafetera de plata. Me siento luego a leer lo que tenía previsto, pero al cabo de dos tazas la curiosidad me vence: rescato la carpeta negra y paso las páginas rápidamente a ver de qué se trata.
No me gusta. No se de dónde viene la insolente seguridad del autor. El tema no es atractivo y el desarrollo es incoherente. Echo la carpeta a un lado y no noto que se escapa un sobre de Manila hasta que Corazón, que viene a buscar la cafetera, se agacha para recogerlo.
El sobre esconde un anuncio que había visto hace años en la entrada de la Librería Española. Nunca le hice caso porque tenía el potencial de cambiar el curso de mi vida. Lo leo y confirmo que es el mismo. Escrito en toscas letras de molde, el aviso, convertido en boomerang, dice:
“Prestatario de ayuda social busca urgentemente al comprador de versión encuadernada en piel de Cien Años de Soledad”.
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