Anabela Montiel terminó la presentación que haría el lunes siguiente en la reunión de accionistas. Estaba contenta de su trabajo, había logrado la manera de comunicar de manera clara y sencilla hacia dónde se dirigía la compañía. Con una sonrisa de satisfacción apagó el computador y se dispuso a comenzar el fin de semana . Saludó a los compañeros que todavía quedaban pegados a sus pantallas en sus respectivos cubículos. Algunos levantaron la cabeza y le echaron un vistazo de manera apreciativa. Era una mujer muy atractiva. De largo pelo negro indio, piel oliva, grandes ojos verdes, alta, esbelta, elegante, inteligente, eficiente, ambiciosa y, cuando quería, divertida y risueña. Era objeto de suspiros y envidias. Pero nadie le conocía compañero ni compañera, ni otros amigos mas que aquellos que tenía en la oficina.
En el pasado, Anabela había tenido un amor recóndito, obsesivo e imposible. Se llamaba Rolando García Camacho y lo conocía desde que ella tenía siete años. Iban a buscar sapos, chicharras y lagartijas juntos con los otros niños de la cuadra en las tardes calientes del mes de Marzo. Rolando la protegía porque era la única hembra del grupo y el venia de una familia de seis varones. Las niñas eran especiales para el, porque año tras año su mamá , Marta Camacho, suspiraba por la ansiada hija, pero, a pesar de sus esfuerzos, nunca había podido procurarle hermanas.
“cuidado, Anabela”, le advertía Rolando, “Mira que los sapos sacan un veneno blanco que te puede cegar, no te les acerques mucho”.
Las lagartijas eran incluso mas interesantes. Cuando la pandillita atrapaba una, le cortaban la cola para que Anabela se quedara impresionada al ver que la cola crecía de nuevo. Y no hablemos de las iguanas que saltaban de la mata de aguacates de la señora Marta o de los camaleones que Rolando y ella trataban de adivinar entre las ramas.
Cuando Anabela se fastidiaba de saltar la cuerda con las hembras, se metía entonces en unas grandes jardineras de tierra que los muchachos usaban para jugar metras y trompo. Allí, Anabela le había ganado mas de una golondrona a Rolando y a los otros muchachos jugando a “pepa y palmo”, “hoyito”, “rayo” y “uñita”. Los pobres no querían aceptar que Anabela fuese mejor con las metras que con los aburridos jackies, que era un juego de niñas . Anabela tenía una puntería asombrosa, que ningun varón podía igualar.
Con los años se convertiría en campeona de billar y, de nuevo, sería objeto de suspiros y envidias cuando elegantemente se extendía hacía delante sobre la mesa antes de hacer carambola. De jóvenes, Rolando la acompañó muchas veces a botiquines de mala muerte humeantes y oscuros, para que ella pudiese practicar. En aquel entonces, en Caracas, una muchacha no podía aventurarse sola a esos sitios.
A Rolando y a Anabela le gustaban las mismas cosas. Leían los mismos libros, fueron a la misma escuela y a la universidad juntos. Hicieron juntos las tareas y los laboratorios. A menudo cuadraron las reservadas nocturnas de los pocos terminales de computación. Y así, para todos aquellos que los veían, estaba claro que terminarían la vida juntos. Incluso para aquellos que se interesaban por los inmensos ojos de Anabela o por sus francas carcajadas adornadas de la hilera de dientes perfectos.
Para todos, menos para Anabela, quien entre el estudio y la compañía de siempre de Rolando no se hizo nunca la pregunta si realmente estaban programados para que fuese así para siempre.
Y así siguieron prolongando su camaradería de la infancia hasta el día en que Rolando le presentó a una delicada muchacha rubia, Carlota, que le cambiaría la vida a ambos. Cuando Anabela se dió cuenta de que la incada dolorosa que se le metió entre el estómago y el pecho eran celos, ya fue demasiado tarde.
Luchó, pero fue en vano. Rolando estaba demasiado embelesado no sólo por Carlota sino por la vida brillante que ella le ofrecía: dinero, contactos, política, éxito. Carlota era única hija de un conocido banquero, Manuel Carbonel, quien había hecho su fortuna gracias a saber evaluar oportunidades. A pesar de que Rolando no pertenecía a la clase que sale en las páginas sociales de los grandes periódicos y que la alianza no traería ventajas inmediatas, Carbonel consideraba que Rolando era una buena oportunidad ya que poseía tres ingredientes importantes en un futuro yerno: una inteligencia viva, mucha ambición y eso que la gente llama “carisma”.
A Anabela la invitaron para el matrimonio como madrina de honor. Pero ella no fue. Se las arregló para que fuera indispensable estar en Caltech antes de ese día.
Le costó, pero terminó olvidándolo. Los duros estudios, las competencias de billar, los nuevos amigos y los novios recientes hacían que la imagen de Rolando fuese desapareciendo. Luego fue el trabajo vertiginoso de Anabela gracias al cual llegó a ser Chief Technology Officer en una de las mas prometedoras compañías de Silicon Valley. De hecho, Anabela se había convertido en una especie de “ícono” ya que era una de las pocas mujeres con tal título en el muy masculino mundo de la alta tecnología. Su nuevo status y el esfuerzo que se requería para conservarlo ocupaban todo su tiempo. No tenía ya espacio en su vida para pensar en romances pasados, presentes o futuros.
Rolando, por su cuenta, había seguido el camino que le abrió Carlota: estudios en la prestigiosa escuela JFK de gobierno de Harvard, de donde salen los ambiciosos futuros líderes de este mundo, carrera política a tiempo completo, presidente de un nuevo partido, alianzas y mas alianzas. Y fue así como Rolando pasó de ser Alcalde, a Ministro de Ciencia y Tecnología, Ministro de Planificación, finalmente Vicepresidente y ahora, gracias a Carbonel y a eso que los gringos llaman “timing”, era un fuerte contendor a la Presidencia de la República.
Cuando entró a la sala donde daría la presentación frente a los accionistas, Anabela no sabía que su vida iba a cambiar. Para su gran sorpresa, vió a Manuel Carbonel sentado al lado de Scott Ross, el presidente de la compañía. Al parecer Scott había pasado por alto informarle que Carbonel era el dueño de la firma Nova que acababa de adquirir a JKR investments, quienes eran sus principales accionistas.
Al terminar la presentación, Carbonel la saludó efusívamente y le dijo que le gustaría discutir con ella las posibilidades de instalación a gran escala del producto que había desarrollado en las nuevas redes de sus bancos.
Fue así como, después de tanto años, Anabela volvió a Caracas en viaje de negocios. Carbonel la invitó a una cena en su casa, coronada por un partido de billar. Rolando estaba allí, y, como en los viejos tiempos, tuvo la oportunidad de ganarle las veces que quizo y de gozarse la expresión de niño asombrado y malcriado, que no había cambiado con los años. El, burlón, le dijo que ella ganaba sólo por la bola blanca que siempre llevaba consigo cuando sospechaba que tendría algún juego. Entonces, ella, con una sonrisa pícara y una levantada de cejas de quién conoce muy bien a su interlocutor le entregó la bola.
“Aquí la tienes, dame la otra y verás que te sigo haciendo carambola”.
Y, efectivamente, Anabela se cansó de ganarle.
Como en los viejos tiempos.
Al día siguiente, pensando en la cena de la noche anterior, en la conversación y en el billar, Anabela se echó una carcajada sola. La divertía mucho la actitud competitiva de Rolando. Pero de repente dejó de reir y sintió que le estaban dando una sacudida. La vieja pasión escondida y dolorosa volvió a la superficie de manera inexplicable y sin aviso, pero esta vez, era mucho mas fuerte. Durante el día no hizo más que pensar en Rolando y, a medida que pasaban las horas y los días, la pasión se volvió obsesiva. Los principios, el orgullo, la ética, la lógica, la estrategia, la paciencia, y todos esos otros valores y herramientas que había sabido adquirir y desarrollar con la experiencia y los años, de nada le servían. De ahora en adelante, tenía una sola meta que quería alcanzar inmediatamente y a cualquier precio: conquistar a Rolando.
Y fue así como decidió echar mano de su otro secreto.
Anabela era bruja.
De la misma manera que durante años nunca se percató de su amor por Rolando, Anabela nunca se había dado realmente cuenta de que tenía ciertos poderes. A veces se sorprendía con pequeños detalles como el hecho de que le faltara su jabón favorito con olor a lavanda y encontrara a un buhonero que lo vendiera a dos puertas de su casa. O si al pensar en alguien, esa persona la llamara inmediatamente. O que en un momento dado supiera con seguridad lo que su interlocutor estuviese pensando. Se decía entonces que todas esas eran simplemente casualidades que terminaban siendo la sal de la vida.
Pero, un día, su amiga Miriam quiso ir a echarse las cartas y le pidió a Anabela que la acompañara. Entraron a una tienda sin pancarta que queda en el Centro, muy cerca de la casa natal de Simón Bolívar. Desde afuera se veían sólo estatuillas sagradas e íconos de distintos tamaños: un Nazareno de San Juán, la Virgen de la Coromoto, varias tallas de Bolívar, y de José Gregorio Hernández al lado de San Onofre y San Francisco. Más adentro habían unas escobitas de San Martín de Porres, retratos de Negro Primero, otros santos que Anabela desconocía y varios escapularios con imágenes distintas: el Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen de la Chiquinquirá, María Lionza. El ambiente olía a incienso, romero y lavanda, y, de hecho, por todos lados se encontraban ramos no sólo de lavanda, y de romero, sino también de ruda, de cariaquito seco, de palmas bendita y de sábila.
En eso, una mujer menuda y sonriente, de edad indefinida, salió de una cortina de bambú a preguntarles en qué podía ayudarlas. Miriam se apresuró en explicar el motivo de su visita y a entrar en el pequeño cuarto a hacerse decir la buenaventura.
Anabela se quedó afuera, observando los objetos de distintos olores, formas y colores. Velas y velones, jabón de Santa Bárbara, de Canela, de Coco, jabón de San Cipriano, jabón Abre Caminos. Luego se detuvo a estudiar una serie de perfumes de nombres no menos insólitos: Miel de Amor, Amarre Guajiro, Ashe , 7 Puertas, 7 Potencias, 7 Virtudes. Pasó por los estantes donde estaban colocados libros de espantos, de hechizos, enciclopedias de hierbas y aceites. Finalmente, vió a una hilera de pequeñas botellas de aguas: del Padre Pio, de Lourdes, de Sorte, de Rosas. Anabela seguía leyendo, oliendo, tocando y poco a poco iba descubriendo que entraba en un mundo mágico que la fascinaba y la atraía.
Cuando Miriam salió sonriente del cubículo, la señora menuda le pidió a Anabela que entrara a su vez. Y fue así como supo que venía de una antigua estirpe de brujos y diosas indias. No quiso que la mujer le leyera la buenaventura, pero los detalles que le dio eran suficientes como para que Anabela se percatara de que tenía razón. Su sensibilidad y percepción iban mas allá de la inteligencia emocional. Tenía poderes que le venían de su bisabuela guajira.
Durante todos esos años, sin embargo, Anabela guardó ese conocimiento en secreto, como si hubiese adquirido una reliquia de familia que se guarda en un cajón del cual no se sacará a menos de querer mostrarla o venderla en caso de necesidad.
Y éste era, para Anabela, un momento de necesidad: necesitaba a Rolando.
Unos días después de la cena en casa de Carbonel, Anabela tomó un taxi para encontrar la tienda sin nombre, donde había descubierto el origen de sus poderes. La misma mujer delgada sin edad la recibió con una sonrisa. Le comenzó a explicar las pociones, trabajos y ritos que podían usarse para atraer a Rolando.
Anabela la paró en seco,
“Quiero un hechizo”, le dijo.
“¿De verdad quieres hacerle un hechizo?”, preguntó la mujer, y agregó sin esperar respuesta:
“Eres tan bella, y tienes tanta cancha mujer que yo creo que no te hace falta”, le dijo.
“Si, lo necesito, intenté por las buenas hace muchos años y no funcionó”, respondió Anabela con un tono de desazón
“Está bien, si eso es lo que quieres. Pero recuerda que los amores embrujados son amores obsesivos, no son amores verdaderos, el hechizo dura hasta la muerte, pero hace que se enamore de una obsesión, no de la persona en si”.
“No importa”, le dijo Anabela, “quiero que me quiera, es todo…un amor retribuido…eso es todo lo que quiero”.
Y así fue como la mujer menuda le explicó cuidadosamente las instrucciones del hechizo que tenía que preparar, advirtiéndole también que era un hechizo especial que hacían sólo los brujos, porque aquellos que no tuvieran poderes, tenían que conformarse con trabajos menos efectivos.
“Lo tendré en cuenta”, respondió Anabela, despidiéndose.
Al llegar al hotel siguió cuidadosamente las instrucciones de la bruja. Debía, antes que nada, buscar un objeto del ser amado. Anabela sacó una golondrona, convertida en llavero, que le había ganado a Rolando en uno de los épicos juegos de metras. Tenía después que fundir tres velas: una blanca, una azul y una roja sobre el objeto y escribir el nombre de la persona en la cera endurecida. Finalmente, debía escribir otro mensaje en un papel. Anabela tomó un pedazo de papel y escribió con su caligrafía ininteligible “quiéreme”. Para finalizar, a fin que el hechizo fuese duradero, había que encerrarlo todo en una caja metálica, fuera de la cual había que grabar o escribir claramente el nombre de Rolando.
Cuando terminó, se quedó asombrada consigo misma. ¿Cómo era posible que la pragmática, eficiente e incrédula Anabel estuviese haciendo paquetes de brujería? Se rió y tuvo por un instante la intención de botarlo todo a la basura, pero la duda duró muy poco: inmediatamente la necesidad de llegar al fondo de su deseo pudo más que cualquier titubeo de razonamiento. Anabela se quedó un tiempo allí, mirando fijamente la caja y concentrándose en Rolando.
El hechizo funcionó inmediatamente. El teléfono de la habitación sonó a los pocos minutos: era Rolando que deseaba verla. Se dieron cita para una hora mas tarde a sabiendas de que éllo cambiaría totalmente la vida de ambos. Anabela no se hizo preguntas. No tuvo miedo de entrar en un espacio desconocido y caer en un vulgar triángulo. Estaba dispuesta a correr con todas las consecuencias. Como le había dicho una vieja amiga de gran experiencia: la vida es como un camino real con muchos caminos secundarios, te puedes ir por el camino real o explorar el secundario, que a lo mejor no tiene salida. Pero si escoges siempre el camino real, nunca sabrás qué hay en la vereda. Para Anabela había llegado la hora de explorar la vereda, este camino secundario que nunca antes se había atrevido a tomar. La vieja amistad que había tenido en el camino real ya no era suficiente.
En las dos semanas que siguieron vivieron una relación apasionada y absorbente. Como no podían verse cuando querían, a causa de la campaña de Rolando y del trabajo de Anabela, buscaban, cuadraban, inventaban huecos en sus horarios para verse a escondidas, o a la luz de todos, así fuera quince minutos. Cada encuentro era un nuevo descubrimiento de esa gran pasión que habían dejado dormida durante tanto años, y era un descubrimiento aún mas asombroso por el hecho de que se conocían tanto, y tan bien.
El día en que se despidieron, juraron encontrar la manera de volverse a ver pronto y de cuadrar un futuro común para sus vidas. Anabela sabía lo difícil que eso sería, la campaña de Rolando iba bien, y esos no eran momentos para amantes ni divorcios. Un día a la vez, se dijo Anabela con un suspiro.
Por lo pronto, había que regresar a California.
Al día siguiente de su regreso, se encontró con una docena de rosas rojas adornadas por unos ramos de lavanda en el escritorio, al prender el computaror, habían muchos mensajes de Rolando que decían “no te olvido”. En la tarde la llamó a su blackberry y en la noche a la casa. Y así fue día tras día. Siempre estaban juntos, Rolando siempre estaba alli, de alguna manera o de otra.
Como una adolescente cualquiera, Anabela puso una foto de Rolando como screen saver de su computador y, cuando los días se hacían muy largos, se le quedaba mirando o le decía cosas, o le pasaba el ratón por los bordes de su pelo o del cuello, como si estuviera acariciándolo. A veces le escribía o lo llamaba para contarle, y el le decía riendo que, de hecho, había sentido que le acariciaban la cabeza o le estaban haciendo cosquillas. Otras veces, cuando la necesidad de tenerlo al lado se hacía muy grande, echaba mano de un pequeño frasco de la colonia que Rolando usaba, para olerlo. Luego lo llamaba a su celular para que con su olor, su voz, y su foto pudiera sentir su presencia. Pero todo eso terminaba siendo un pálido consuelo para Anabela, tres sentidos de cinco eran activados, pero por mas que fuera, no había como “él”: sentirlo, tocarlo, abrazarlo, besarlo. Lamentablemente, para eso aún faltaba un cierto tiempo; Rolando estaba en plena campaña.
Y así siguieron desde lejos ese amor embrujado y clandestino que, a pesar de que padecía de los inconvenientes de la distancia, no daba signos de amainarse con el tiempo. Todo lo contrario, se volvía cada vez mas, deliciosamente a veces, y desesperadamente otras, absorbente y obsesivo. Hasta un punto tal que ni el uno ni la otra podían pensar en otra cosa en los pocos tiempos libres que le quedaban.
Un día, sin embargo, Rolando no le escribió, no la llamó, no le envió flores, ni faxes, ni mensajes de texto en su celular. Se dijo que debía estar en algún lugar retirado de Venezuela. La mañana pasó, y seguía sin tener noticias de Rolando. A mediodía, como lo hacia a menudo, entró en la página del periódico para encontrarse con el titular siguiente:
“Desaparece avioneta de García Camacho”
Cuando leyó el titular, Anabela ya sabía que Rolando estaba muerto.
Le entró una tristeza profunda y lágrimas calientes le rodaron por las mejillas. Sin embargo, para su gran asombro, no sentía la desesperación que debia haber sentido ante la tragedia. Su pena no era acorde a la pasión obsesiva de los meses anteriores. Era la pena que se siente cuando muere un gran amigo, no la pérdida desgarradora del amante apasionado y omnipresente de los últimos tiempos.
Anabela se sentía, de hecho, como si ese Rolando enamorado, esa figura absorbente, celosa, apabullante, obsesiva, incisiva y a la vez generosa y encantadora, ese amante tierno y fogoso nunca hubiese existido. En su espíritu, quedaba el Rolando amigo, juguetón, protector, olvidadizo, chistoso, su camarada de juegos, de estudios y de risas.
Siguió los funerales por Internet: los grandes periódicos nacionales tenían especiales y carrouseles de fotos. Habían encontrado los restos de la carcasa de la avioneta, pero ni los cuerpos de Carlota, de Rolando, ni del piloto fueron encontrados nunca.
En las semanas que siguieron, tuvo que regresar de nuevo a Venezuela por los negocios de la compañía. Carbonel estaba de luto, pero sus negocios seguían rodando.
Aprovechó para ir a visitar a la mamá de Rolando.
A pesar del luto cerrado, Marta Camacho la recibió sonriente, pero la tristeza se le dibujaba en los ojos. La abrazó y la invitó a que se fueran a sentar en el modesto salón de la casa. Le ofreció un guayoyo y un dulce de lechoza y comenzaron a hablar de los sapos, de las lagartijas, y de cómo Anabela le ganaba metras a los muchachos.
“Siempre pensé que terminarías casándote con Rolando, ¡qué lastima! No que Carlota fuera mala, no…pero tu eras como una hija mas…¡qué lastima!”
Los ojos se le llenaron de lágrimas a ambas.
Cuando Anabela dió muestras de que era hora de retirarse, Marta le indicó que tenía algo para ella. Fue al cuarto de Rolando y regresó con una caja metálica que tenía grabado su nombre.
“La encontré entre sus cosas, en el escaparate de su viejo cuarto. No sé lo que es, pero como tiene tu nombre, me imagino que deben ser cosas tuyas”.
El corazón de Anabela latió de incredulidad y sorpresa. Abrazó a Marta de despedida y se apresuró a tomar el taxi que la llevaría de vuelta al hotel.
Ya sola en la habitación tardó cierto tiempo en abrir la caja, que había sido cuidadosamente sellada.
En el fondo, encontró la bola de billar que le había entregado a Rolando aquella noche en casa de Manuel Carbonel. La pelota estaba cubierta por la cera derretida de tres velas: una blanca, una azul y una roja. Sobre la cera endurecida, el nombre ANABELA había sido cuidadosamente grabado.
Los grandes ojos verdes de Anabela se llenaron de lágrimas. Al lado del paquete, escrito con la inconfundible tinta negra MontBlanc y en la caligrafía que Anabela conocía tan bien había un mensaje que decía:
“Siempre te quise”.
Este cuento es todo ficticio. Ni Anabela, ni Rolando, ni Carlota, ni Manuel Carbonel han existido nunca mas que en la imaginación de la autora. Los únicos elementos verídicos del relato son la escuela de gobierno de Harvard, así como Caltech y el hecho de que haya pocas mujeres CTO en Silicon Valley.
Apostilla
3 comments:
Siempre te doy un ojito Bruni, pero hoy no puedo quedarme callada!!
Tu estás segura que no pelaste de profesión??
Tus cuentos son sabrosísimos, reales, casi que tangibles pues.
Tuve que preguntarle a mi marido lo de las golondronas.. yo les decía igualito, pero con "b"; me miró y soltó la carcajada, ante mi ignorancia de niña de apartamento.
Liz
BRUNI!!!!!
por dios.....tienes que publicar un libros de cuentos!!
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