Tuesday, October 30, 2012

Pecado de orgullo

 

Estaba parada en el semáforo rojo de una avenida bastante concurrida. Había muchos peatones cruzando la calle. El semáforo se puso en verde  y los peatones se apresuraron en alcanzar la acera, excepto una señora muy mayor, que en vez de pararse en la isla de la mitad del boulevard no se dió cuenta del cambio y a paso de tortuga, sin mirar a ningún lado, siguió cruzando la parte derecha donde yo tenía que acelerar. Me paré en seco en medio del cruce: estaba claro que si tocaba la corneta sólo iba a asustar a la señora y que, de todas maneras, la pobre no tenía la posibilidad de acelerar el paso, así que lo único que yo podía hacer era esperar a que pasara. A mi derecha un ciclista se dió cuenta de la situación y se frenó él también, en subida.

Cuando la señora terminó de cruzar, seguí mi camino y un taxista se me puso al lado izquierdo y empezó a tocarme corneta. Al yo voltear, el me hizo un gesto de indignación y continuó gritando y gesticulando, preguntándome si estaba tocada de la cabeza por haberme parado en medio del cruce. Traté de explicarle con gestos, pero no sirvió de nada, se fue enfurecido. Claramente, como la calle era en subida, él, que probablemente estaba detrás de mi, nunca tuvo la oportunidad de ver a la señora.

El taxista nunca entendió que yo no tenía más alternativa: era frenar o arroyar a una persona. Pero probablemente el se quedará para siempre con la idea de que había que quitarme la licencia.

Yo me sobresalté al principio por la ira de la que era objeto, pero después me dije que era el taxista el que pasaría el día amargado sin causa.

Me acordé entonces de los famosos pecados capitales y en los dos en los que todos caemos a menudo, la ira, pero, sobretodo, el orgullo.

Seguí mi camino asombrada de haber vivido un incidente que demuestraba porqué nunca hay que juzgar sin conocer todos los elementos y diciéndome lo fácil que es caer, como el taxista, en el pecado de orgullo.


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