Este no es un cuento, mucho menos intrascendente. Es una historia triste, dura y real, pero también es una historia de coraje, de amistad, de fortaleza y de alegría.
Hoy David, mi hijo, puso un CD de uno de sus grupos favoritos. Entre las canciones, oí de pronto, una muy triste y totalmente diferente “ma belle Sophie” que me recuerda a mi gran amiga del mismo nombre.
Sophie entró en mi vida un día de trabajo cualquiera, que no recuerdo mucho, en el que se presentó a mi oficina para conocerme. Nuestros departamentos habían sido fusionados y ella se convertía entonces en una nueva joven colega. Me habló de su doctorado en Georgia Tech, de sus intereses en investigación y de que jugaba tenis. Siempre me ha llamado la atención que dentro de nuestra cotidianidad, conocemos a centenas de personas, pero el día en que conocemos a alguien que será fundamental en nuestras vidas, nadie nos avisa, se introducen así, como si nada, y a penas queda un recuerdo vago del primer encuentro. Me hubiese gustado marcar ese día, para poder recordar exactamente qué nos dijimos. No fue el caso.
Unas semanas después, Sophie me propuso que saliéramos a caminar, para sacudirnos un poco la modorra del invierno. Siempre me ha gustado caminar y, en aquel entonces, lo hacía cotidianamente. El día estaba helado, pero cargábamos cada una unas buenas parkas Kanuk. Yo me fui primero a buscarla a su casa en la parte baja de Outremont y luego decidimos irnos a pasear por las magníficas calles empinadas de la parte alta de la urbanización, donde viven los ricos de Montréal. El paseo era precioso, pero Sophie demostró tener tanta energía que me estaba quedando literalmente sin aliento al tratar de seguirle el paso. Ella, riéndose, me decía que yo no estaba en forma, mientras que yo le decía que si lo estaba y le recordaba que, después de todo, le llevaba cinco años, y que la edad se paga. Tiempo después supe que Sophie no sólo jugaba tenis, sino que había sido gran jugadora de soccer y de hockey, toda su vida. De aquella primera extenuante caminata me quedó una pulmonía que fue sujeto de chistes y burlas entre nosotras durante muchos años.
En la terrible semana en que me diagnosticaron el cancer del seno, Sophie utilizó su gran sentido práctico para ayudarme. Me sugirió grupos de soporte y me puso en contacto con una amiga que había pasado por la misma experiencia. Durante los tratamientos, tuvimos contacto regularmente. Me llamaba a menudo para preguntarme cómo seguía y para sugerirme maneras de mejorar mi calidad de vida. Supe durante esos meses de quimioterapia que Sophie estaba en estado. La noticia me llenó de alegría y nuestras llamadas cotidianas se convirtieron en intercambios sobre nuestros respectivos estados de salud. El bebé de Sophie estaba previsto para finales de verano, cuando ya yo estaría de vuelta a la normalidad.
Un día, varios meses después de haber terminado los tratamientos, recibí una llamada de Sophie. Le pregunté si llamaba para anunciarme que el bebé había llegado antes de lo previsto. Me dijo que no, que me llamaba para pedirme las coordenadas de mi oncólogo. Ante mi horror e incredulidad, me explicó que le acababan de diagnosticar un cancer inflamatorio del seno. En menos de una semana, Sophie tendría que dar a luz, empezar una quimioterapia agresiva, hacerse a la idea de que tendría una masectomía radical, que es la indicada en los canceres inflamatorios, y saber que la prognosis no era nada buena: debido al hecho de estar en estado, el cancer era tan virulento que ya tenía metástasis en el hígado.
Al principio, solía visitarla para darle ánimo durante los tratamientos. Ella me lo agradecía pero, en el fondo, no le hacía falta. Sophie entendió que todo el tiempo que le quedaba era para gozarlo al máximo e inició un período intenso de usufructo de la felicidad. Simplemente rechazaba de plano no ser feliz y cualquier cosa o persona que se lo impidiera. Cuando estábamos juntas esperando que las enfermeras vinieran, echábamos chistes, o pasábamos el rato usando nuestros conocimientos de logística y teoría de colas para crear modelos que pudieran mejorar los sistemas hospitalarios. Muchas veces nos preguntamos cómo era posible que dentro del muy reducido grupo de profesoras de nuestra escuela de ingeniería hubiese una incidencia tan atípicamente alta de cancer del seno. Llegamos riendo a la conclusión de que se debía tratar de un cancer exclusivo de mujeres muy inteligentes. Y así, nos burlábamos a menudo de nuestra condición de cancerosas. Era increíble cómo, con humor, podíamos pasar juntas momentos gratos en aquellos cuartos de grandes poltronas negras en las que yo también había estado sentada tan solo unos meses antes.
Nada podía inmutarla, ni los tratamientos mas feroces, ni los pronósticos mas negros. Trató de desdramatizar su situación y de llevar la vida mas normal que pudo, ocupándose de su bebé, de su esposo, de sus estudiantes y de todos nosotros. Viajó, se divirtió. Cuando comenzó a perder su hermosa melena castaño oscuro que le llegaba a la cintura, decidió raparse inmediatamente la cabeza y usar un pequeño sombrero africano que le daba un cierto look de punk adolescente. Se reía diciendo que era entonces cuando estaba pasando su crisis de adolescencia. Y por supuesto, se seguía burlando de mi, porque a pesar de sus fuertes tratamientos de quimioterapia, aún me costaba llevarle el paso cuando caminábamos juntas en la calle. De hecho, confieso que nunca logré ganarle, a pesar de mis carreras diarias de entrenamiento.
Sophie nunca fue optimista. No se trataba de ser positiva, ni de tener wishful thinking. Sabía que sus días estaban contados y estaba sólo dispuesta a utilizarlos de la mejor manera posible. Confieso que yo no lo aceptaba tan bien como ella. No me resignaba a que mi amiga tuviera que desaparecer. Pedí un milagro, y lo obtuve. Un día, en uno de sus múltiples tests, la técnica pensó que había habido un error en la ecografía. Rehicieron el test. No había error: el cancer del hígado había desaparecido. El milagro duró diez y ocho meses, al cabo de los cuales, un intenso dolor de espalda le hizo saber que el cancer le había atacado la columna.
Los nuevos tratamientos fueron aún mas feroces que los primeros. Pero Sophie no se inmutaba. La llamaba a menudo y hablábamos del futuro y de grandes y de pequeños proyectos. Sophie evitaba hablarme en términos negros, ella sabía que yo estaba determinada a no aceptar el determinismo de su situación. A pesar de la intensidad de los tratamientos, siguió ocupándose, como siempre, de su hijo, de su esposo, de sus estudiantes y de todos nosotros. Pero sobre todo, se ocupaba de ser feliz.
Hace un año, tuve cierto tiempo sin saber de Sophie. Yo, por mi parte, había tenido una segunda operación para extirpar de mi seno un grupo de nódulos sospechosos que terminaron siendo normales. No la había llamado porque no quería preocuparla inútilmente antes de tener el diagnóstico definitivo. Cuando fui al hospital a hacerme unos tests, una enfermera que nos conocía a ambas me indicó que Sophie estaba hospitalizada. Subí sorprendida a su cuarto y ella trató de disminuir los síntomas que tenía. Por primera vez la vi enferma y cansada. Ella no me había dicho nada porque no quería que yo me preocupara. Y cada una de nosotras tuvo razón de no llamar a la otra. Sophie dió un gran suspiro de alivio cuando supo de mis resultados negativos y yo pasé a un estado de tristeza, incredulidad y revuelta contra el destino después de verla.
Fue la última vez que nos vimos. A partir de ese momento, todas las conversaciones fueron telefónicas, como ella quería. Nunca mas discutimos el futuro, y, por mas que todos a mi alrededor me decían que me hiciera a la idea, era un futuro que yo no quería aceptar.
Unos días antes de morir, Sophie me llamó para decirme que estaba arreglando los juguetes de su hijo y que quería saber si podía donar un juguete que había pertenecido a mi hijo que yo le había regalado cuando el suyo era pequeño. No entendía su pregunta, le dije que regalo era regalo y que ella no tenía porqué pedirme permiso de qué hacer con el juguete. Hablamos después de cosas triviales y nos despedimos rápidamente porque la conversación la cansaba.
La terrible mañana que supe de su muerte, entendí también porqué me había llamado: Sophie había encontrado una excusa banal para decirme Adios, sin decírmelo explícitamente.
El día de los funerales fue un glorioso día de principios de Otoño. La Iglesia estaba llena de todos sus amigos, que eran muchos. Su esposo, un hombre extraordinario que la acompañó en todo momento, habló serenamente y con dulzura de su reina Sophie . En medio de sus palabras, únicamente se oían los ruidos de tremendura del pequeño de cuatro años que no había parado de correr y jugar durante la ceremonia. Sophie había hecho un buen trabajo.
Unos meses después, en mis andanzas cotidianas, tuve uno de esos días en los que uno pierde totalmente las perspectivas de las cosas. Se trataba de alguna tontería relacionada con el trabajo por la que empecé a buscar con angustia los papeles correspondientes. En eso, cuando ya comenzaba a preocuparme seriamente, saltó de la nada una tarjeta. Se trataba de una tarjeta de Navidad que no tenía porqué estar entre esos papeles. Sophie me la había enviado el año antes.
Me felicitaba por haber corrido por la recolecta de fondos para la investigación de cancer del seno, y me deseaba que tuviera un año muy provechoso y feliz. De la tarjeta, salió también un recorte de periódico, que nunca antes había visto, donde aparecía la foto de mi amiga sonriente.
Ma belle Sophie.
2 comments:
Quie belleza de post. De verdad que me quedo sin palabras.
Me alegro que lo aprecies. De hecho es mi post favorito. Sophie era alguien bien especial.
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