A mi prima Diana, quién nunca se aprovechó de su condición.
El jardín está florido
de tus recuerdos, amor!
Sobre el jardín ha caido
la tarde, sin otro ruido
que el llanto del surtidor
Y cada gema que arranca
del claro raudal sin fin
en mi espíritu se estanca,
como una lágrima blanca
del corazón del jardín.
Ah! Si me vieras ahora
mirándote en cada flor
de cada rosal que enflora,
y si vieras cómo llora
el grifo del surtidor.
En los rosales bermejos
sangra la tarde, y tú estás
en los solares reflejos;
y es que estando tú muy lejos
yo te miro mucho más.
El grifo llora a raudales,
las rosas huelen a amor,
y yo sueño madrigales,
mientras sobre los rosales
se desgrana el surtidor!
JM Rondón-Sotillo
Después de tantos años este poema me hizo recordar que mi abuelo era un poeta jardinero. Tenía un pequeño jardín a la entrada de la casa enrejada donde cultivaba los rosales y una enorme mata de jazmines que se comía buena parte de la fachada. Mi abuelo tenía rosas de cada color: amarillas, blancas, rosadas, rojas y cada una de ellas adoptaba los nombres de sus hijas y sus nietas. Yo siempre fui la rosa roja oscura, Jazmín no tenía rosas, porque ella era el jazmín y Diana, la nieta preferida, era una de las hermosas rosas rosadas.
Diana y Jazmín eran mis adoradas primas. Vivían en Valencia y venían a visitarnos de vez en cuando. Cuando lo hacían, el día se convertía en una fiesta. No había nada mas divertido que jugar al escondite o al ladrón con mis primas. Eran altas, fuertes, de gran personalidad y de largo pelo liso negro retenido por unos hermosos cintillos. Yo, en cambio, era menuda y pequeña y de bucles rebeldes que mi mamá intentaba también retener con coquetos cintillos que me apretaban la cabeza y que yo terminaba siempre tirando al piso. Mi abuela, acostumbrada al magnífico porte de sus dos primeras nietas, se desconsolaba ante el raquitismo que yo presentaba y estaba convencida de que había que darme tratamientos de vitamina B12.
La famosa vitamina fue, durante muchos años, una de las dos angustias de mi infancia. Sabía que si no comía, mi abuela pondría la gruesa inyectadora de vidrio a hervir en una olla alargada. Luego introduciría lentamente un líquido viscoso en la inyectadora mientras yo la miraba con terror, para después, ayudada por Blanquita, ponerme boca abajo, bajarme las pantaletitas primorosas e inyectarme en las nalgas . Aún hoy en día recuerdo el dolor agudo de la vitamina B12 que me paralizaba la parte superior de las piernas. ¿Porqué, me preguntaba, no era posible inventar un sistema para que la piel misma absorbiera sola la bendita vitamina?
La fe que mi abuela tenía en la efectividad de la Vitamina B12 sólo era comparable con la que tenía en la leche de magnesia para que los bebés salieran rubios. Su experiencia venía de sus dos únicas hijas: una rubia y una morena. Por supuesto que, con los años, la leche de magnesia fue también demostrando su eficacidad en la nueva generación y, según ella, fue simplemente por olvido de mi mamá que mi hermano y yo salimos morenos, mientras que, según mi abuela, mi mamá habría utilizado el remedio con mis hermanos mas jóvenes.
Las sopas eran otro de los métodos de mi abuela para quitarme el raquitismo y hacer que me pareciera más a mis dos hermosas primas. Eran verdaderas pociones mágicas, llenas de elementos que servían para los objetivos más distintos. Era gracias a las zanahorias que tenía los ojos bonitos y si me comía la auyama mi abuela me aseguraba que tendría lindas piernas.
Pero yo seguía sin comer y como no podían convencerme con la coquetería, me convencían con la culpabilidad social. Cada vez que dejaba un plato de sopa, me reclamaban cómo era posible que lo dejara cuando los niños pobres no tenían ni qué comer. Yo no entendía la lógica de ese comentario, qué utilidad tenía que yo, carricita inapetente, me tomara la sopa, cuando eran los niños pobres los que la necesitaban? ¿Porqué no iban y le llevaban la sopa a ellos de una sola y buena vez?
Los niños pobres fueron así la otra gran angustia de mi niñez. Eran lo niños pobres los que ofrecían cargar los pesados sacos de yute cuando yo acompañaba a mi abuela al mercado de Chacao. Algunos eran mucho mas viejos que yo, pero tenían mi mismo tamaño. Eran los niños pobres los que vivían en ranchos de lata en las quebradas de cerca de la casa. Eran los niños pobres los que, en vez de ir a la escuela, pasaban por la casa vendiendo hallaquitas dulces o cachapas recién hechas por su mamá. Eran los niños pobres los que le pulían los zapatos a los oficinistas enfluxados en el sótano del Centro Simón Bolívar cuando yo iba a cambiar suplementos de Archie los días en que mi mamá me llevaba a su oficina. Quizás por no tener que ir a la escuela, los niños pobres estaban siempre contentos, echando broma y algunos tenían ojos grandes como los míos, a pesar de no comerse la sopa con zanahoria de mi abuela.
Nosotros no éramos ricos, pero tampoco éramos pobres. Yo no entendía porqué ellos si y yo no, y como no entendía el origen de mi falta de pobreza, o el de la de ellos, llegué al convencimiento de que cualquiera puede terminar viviendo en los ranchos de lata de la quebrada. Es un convencimiento que los años no me han borrado.
Mas allá del jardín, había un espacio resguardado del sol con el mismo piso del interior de la casa. Eran unas baldosas amarillas, blancas, negras y azules a las que yo me les quedaba mirando fijamente. Desde niña tuve la costumbre de buscar caras en los objetos cotidianos y, para mi, el dibujo del piso representaba la cara de Antonio José de Sucre. Fue probablemente observando esas baldosas que por primera vez oí la historia que Sucre, quien era un antepasado de mi abuelo, había dejado caer a su único hijo legítimo meciéndolo en el balcón de su casa.
Por primera vez oía hablar de hijos “legítimos”. Le pregunté a mi abuela el significado y ella me explicó, muy claramente, que los hijos legítimos eran los que no eran naturales. La noticia me conmocionó ¿Cómo era posible eso? ¿Cómo los hijos podían no ser naturales? ¿Eran artificiales? Pero mi abuela no respondió. Tiempo después, supe, de boca de Blanquita, que tres de mis tíos eran hijos naturales de mi abuelo. Y años mas tarde descubrí también que la señora amable y desdentada que vendía hallacas en el mercado, a la que mi abuela iba a visitar cuando se enfermaba, era la mamá de uno de ellos.
Como mi abuela no era más clara le pregunté a Blanquita por la definición de hijos naturales y ella me explicó simplemente que los hijos naturales nacían cuando las mujeres y los hombres vivían en la misma casa.
En un primer momento, la explicación me dejó asombrada por su sencillez. Pero minutos después comencé a hacerme preguntas de cómo era que si en una casa vivían varios hombres y varias mujeres nacían hijos de los unos y no de los otros. Y, ¿De cuánto tiempo tenía que ser la estadía en la casa para poder tener un hijo natural?
No tuve tiempo de esperar la respuesta. Mis primas habían llegado a la casa y salí corriendo a recibirlas. La tarde se anunciaba perfecta. El señor de la carreta de los caballos estaba pasando en ese momento y mi abuelo lo llamó para que nos diera un paseo. Diana, Jazmín y yo nos subimos felices a los asientos de la carreta y dimos la vuelta de la manzana. Cuando nos bajamos, oímos las inconfundibles campanas del carrito de raspado. Mi abuelo se apresuró en pararlo.
Me fascinaba el carrito de raspados. Tenía un pequeño techo y una máquina de hacer raspado que consistía en una rueda, un rayo, una bandeja y una manivela. Había un cubo de hielo pegado de la rueda y del rayo y, cuando se pedía un raspado, el raspadero accionaba la manivela manualmente, con lo cual el hielo raspado caía en una bandeja. Recogía luego esa escarcha con una palita metálica y se la echaba a unos vasitos de cartón marca Dixie, de los que tenían un dibujito azul cerca del borde. Yo sabía que esa era la marca porque la había visto en un gran vaso que se encontraba en la carretera Caracas –Valencia cuando íbamos nosotros a visitar a mis primas, justo ante de pararnos a comprar panelitas de San Joaquín.
El raspadero, que ya me conocía, me preguntó:
“¿Qué quiere la niña, cereza o limón?”
Yo titubeé, me encantaba el raspado de limón, pero también me gustaba el de cerezas, con mucha leche condensada. Lo más rico de los raspados era justamente comerse la leche condensada desde el principio y no sabía porqué pero el raspadero nunca le echaba la leche condensada al de limón. Sin embargo, si uno le pedía, le echaba incluso la leche condensada al de cerezas dos veces: antes y después de ponerle el hielo al vaso. Así que, terminé pidiendo un raspado rojo con doble leche condensada mientras que Jazmín pidió uno verde, de limón. Diana también titubeaba, no había podido decidir cuál era el que quería. Entonces mi abuelo le compró dos: uno de cerezas y uno de limón.
No me llamó la atención tal situación.
Mi mundo era un mundo de inyecciones viscosas de vitamina que garantizan fuerza y tamaño, de auyamas que ponen las piernas bonitas, de leche de magnesia que desafía las leyes de Mendel, de hijos naturales que nacen por vivir bajo el mismo techo de alguien del sexo contrario, de esposas legítimas que visitan a ex concubinas en tiempos de miseria y enfermedad, de rosas que adoptan nuestros nombres, de niños reilones de ojos grandes que viven en casas de lata y de bebés legítimos que se dejan caer de los balcones de los brazos de próceres Patrios.
En ese mundo, era lo más natural que a Diana le compraran dos raspados.
Después de todo, Diana era la preferida.
1 comment:
Hola quería saber si tienes una reseña o biografía de tu abuelo, me interesa por un trabajo que realizo sobre los años 50. Lamentablemente no he encontrado información. Mi email es davidocanto@hotmail.com.
gracias
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