Sunday, March 16, 2008

Domingo de Ramos



Me fastidiaba la Misa.

El sacerdote nos indicaba que nos sentáramos, que nos paráramos, que nos arrodilláramos. Yo seguía el protocolo tal como Blanquita y mi abuela me lo indicaban, pero no podía menos que esperar impaciente que la Misa se acabara. Lo único realmente interesante de la Misa era que las mujeres se ponían un velo. Blanquita y mi abuela usaban unos velos bonitos de encaje, que les caían hasta los hombros, que se ponían justo para que les enmarcara el rostro. Yo no, yo era muy niña y tenía que conformarme con un velo corto, redondo, que apenas si me tapaba la coronilla y que se veía incongruente posado encima de mi cabeza de rizos rebeldes. A veces, de escondidas, justo después del regreso de Misa, me iba a abrir la gaveta donde mi abuela guardaba los velos y me los probaba todos a ver qué tal me quedaban, para practicar para cuando fuera grande y pudiese ponerme un velo de verdad verdad. Mi abuela los tenía de todos los colores: negro, beige, gris. A mi me gustaba el gris perla que contrastaba con mi pelo negro y me hacía soñar con que alguna vez me parecería a las novias españolas de Diego de La Vega.

La Misa era larga, pero había llegado a una parte que me intrigaba. Me gustaba ver a Blanquita y a mi abuela irse en fila india a arrodillarse para la comunión y luego regresar a la banqueta, esconder la cara entre las manos y concentrarse en los pensamientos que tuvieran en esos momentos.Para mi, que quería irme detrás de mi abuela a hacer la fila, toda esa parte del rito era un misterio, al que, según Blanquita, sólo los que habían hecho la Primera Comunión podían acceder. Al regreso de la Comunión, mientras mi abuela y Blanquita se recuperaban, yo me concentraba en los grandes vitrales de la Iglesia y en como la luz de mediodía se filtraba a través de los Santos con mantos rojos o verdes. Y así, iba siguiendo el rito interminable de la Misa hasta el ansiado momento en el que el Sacerdote nos diría que podíamos ir en paz.

De todas las Misas del año, la única interesante era la de Ramos. En la entrada le daban a uno un ramo de palmera que supuestamente era para conmemorar la llegada de Jesús a Jerusalem. Alguna vez alguien me dijo que eran palmas que unos hombres bajaban del Ávila. Yo no entendía qué necesidad había de éso porque se podían conseguir palmas en los Chaguaramos e incluso, en el jardín de casa de mi abuela. Pero bueno, me decía, en Caracas, como que el frío, los claveles y las palmas tenían siempre que bajar del Ávila.

La Misa de Ramos transcurría igual que todas las otras, pero al final, el Sacerdote no sólo nos daba la bendición a todos sino que específicamente santificaba los ramos. Yo regresaba a casa fascinada ante el fenómeno de que un pedazo de mata cualquiera, se convirtiera en algo santo, por obra y gracia de la bendición de un sacerdote. Era la misma impresión que me daba el meter los dedos en el pocito de agua bendita , justo antes de persinarme, cada vez que entraba con Blanquita a una iglesia desconocida.

Lo mejor del Domingo de Ramos era entonces ver a todo el mundo con su ramo en la mano, a la salida de Misa. Pero al llegar a la casa, no sabía qué hacer con él. No podía botarlo, puesto que se trataba de un ramo santo y esos señores habían pasado varios días en el frío de El Ávila para poder traérnoslos, pero tampoco podía dejarlo por allí indefinidamente. Como siempre, Blanquita tenía la solución para todo. Ella tomaba los ramos y hacía con ellos una crucecita que luego colocaba al lado de un nicho abierto con una esfigie en baldosas del Sagrado Corazón de Jesús que se encontraba en el patio de la casa de mi abuela. Con el pasar del tiempo, el ramo se secaba y la cruz duraba hasta el Domingo de Ramos del año siguiente.

Yo le tenía miedo a esa esfigie de un Jesús de pelo largo ondulado, ojos azules, manto rojo y celeste, manos abiertas de palmas heridas, pero con un extraño gesto de los largos dedos que dejaba caer el anular y el meñique como si quisiera mostrar un discreto número tres. El Jesús tenía en el torso un enorme corazón rojo con una luz que lo rodeaba que era justamente la parte más espeluznante de la figura y, por lo visto, aquella que le daba el nombre y que provocaba la devoción de Blanquita. Nunca pasaba por el patio de noche, a menos de estar acompañada, porque, además de todo, en esta época del año, Blanquita dejaba un velón rojo grande frente a la esfigie que le otorgaban un aspecto oscuro y tenebroso.

Con los años, me di cuenta de que el Domingo de Ramos era el domingo que precedía la Semana Santa. Era una semana calurosa y fastidiosa en la que todos los canales de televisión se habían puesto de acuerdo para remplazar las divertidas comiquitas y los programas de El Zorro, por unas películas de Jesús y de romanos con acento gallego. No se podía bailar ni cantar, había que comer el aborrecido pescado y la única diversión de la semana consistía en ir el día Jueves a visitar monumentos. Había que visitar nueve. Íbamos de iglesia en iglesia y, al apreciar los altares de flores, podíamos pedir un deseo mientras repetíamos en silencio un montón de Padres Nuestros e inumerables Aves Marías. Por supuesto que lo único interesante era la parte del deseo que me garantizaba que tendría nueve deseos asegurados para el resto del año. Con los años, comencé a darme cuenta de las diferencias entre los monumentos y de cómo las parroquias pobres se conformaban con lirios, mientras que las ricas mostraban monumentos de hermosas orquideas blancas.

A veces, íbamos a una catedral en el centro de Caracas. Eso pasaba pocas veces porque había mucha gente descalza, vestida de un sayo morado con un mecate amarrado a la cintura que iban a visitar al Nazareno.

-Están pagando promesas, me explicaba Blanquita.

Yo no entendía muy bien de qué promesas se trataba, ni porqué había que pagarlas de esa manera.

Afortunadamente, la semana de pescado, monumentos y penitencia terminaba bien. Gracias a la parte italiana de la familia, el Domingo de Resurreción era el día de dulces, tortas y enormes huevos de Pascua con sorpresas de los que en aquel entonces vendían sólo en las pastelerías italianas de Chacao y La Carlota.

Con los años, aprendí a vivir la Semana Santa como una caraqueña cualquiera, en una vacación de arena, sol y el olor dulzón del Hawaian Tropic. Se me olvidaron entonces los nazarenos y las películas sagradas de Cine Colosal. Luego, en Norteamérica, la Semana Santa fue siempre inexistente, hasta el Domingo de Conejo de Pascuas y de chocolates escondidos que los niños esperaban con ansias.

Quiso sin embargo la suerte que la última vez que fuera a Venezuela, para celebrar lo que sería el último cumpleaños de mi abuela, coincidiera con el inicio del período de Semana Santa. Al día siguiente subimos a Sabas Nieves para quitarnos un poco el ratón de la fiesta. De pronto, vimos que una procesión nos cortaba el paso. Eran los Palmeros de Chacao que bajaban del Ávila, después de varias noches de rezos, con sus pesadas cargas de palmas.

Hoy recordé el incidente cuando leí sobre la tradición de los Palmeros en una página de Internet. Me acordé también de Blanquita, de los velos que nunca me llegué a poner, de los monumentos, del fastidio, del pescado, del velón rojo y del corazón de Jesús adornado con cruces hechas de las palmas benditas que estos Palmeros bajaban para las iglesias de la zona.

Decidí entonces escribir, para no olvidarme del aburrimiento místico, del sopor pesado
y del delicado encanto de aquellas Semanas Santas.



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