Thursday, July 17, 2014

Concierto de mediana edad





La última vez que habíamos ido a uno de los conciertos de Elton John, nos había tocado contratar a una baby sitter. Me acuerdo porque las venidas de baby sitter  a mi casa casi que coinciden con los dedos de las manos y todas tienen que ver con conciertos: Elton John, Queen, Peter Gabriel....

Los años han pasado y esta vez no tuvimos que pedirle a una baby-sitter...está vez le pedí a mi hijo que por favor se quedara él con mi último hijo, mi hijo peludo.  Ya se, ya se, los perros supuestamente no necesitan sitter, pero el mío se nos queda viendo con una mirada fija cada vez que salimos, una mirada que dice:

"no puedo creer que me hagan esto!"

Así que no me pareció exagerado pedirle a aquel bebé de entonces que por favor cuidara unas horas al bebé de ahora. Mi perro se quedó fascinado. El considera que mi hijo es su pana, así que ni siquiera se movió cuando nos dirigimos a la puerta.

La última vez que fuimos a un concierto de Elton John, vivíamos en un apartamentico pequeño, cerca de la Universidad. Habíamos tomado el metro y en diez minutos estábamos ante el Foro, lleno de "scalpers" queriéndonos vender  tickets a precios faraminosos, pero nosotros habíamos ido unas semanas antes personalmente a comprarlos.

Esta vez, no. Esta vez compramos los tickets por Internet.

Aquella vez el concierto fue en verano. Esta vez estaba nevando espeso, así que se nos ocurrió que podía haber cola. Salimos entonces temprano, después de calentar el carro con el encendedor a distancia, aegurándonos que el calentador de asientos estuviese prendido. Antes de salir nos preguntamos si debíamos comer antes o después del espectáculo.

"Si comienza a las ocho, terminará a las diez y media, comeremos casi a las once...es muy tarde, nos va a caer pesado.."

Así que terminamos comiendo un poco antes, casi que una merienda, como se usa hacer aquí en Norte América.

Les decia que habíamos llevado el carro, a pesar de la nieve, porque el regreso a las once de la noche no iba a ser evidente. Entonces, caímos en el problema del estacionamiento. En Montreal hay dos posibilidades: o estacionas en uno de los estacionamientos internos que cuestan 30$ y luego quedas acorralado durante una hora para poder salir al terminar el espectáculo, o, si te ganas la lotería, puedes contar con estacionar en la calle. Cuesta 6$ por dos horas máximo, eso si, si te pasas te clavan una multa de 56$, hasta por un minuto de retraso: no hay nada más eficiente en Montreal que los ponedores de multa. Es fácil lo de la multa, porque en Montreal hay toda suerte de permisos y restricciones que necesitan de un curso en lógica para poder ser entendidos, que si puedes estacionar una hora si tienes permiso 85 y sino, no puede estacionar los miércoles de 13 a 17h entre el primero de abril y el primero de diciembre...

Divago...el caso es que lo del estacionamiento no estaba fácil. Todos los estacionamientos de los alrededores del Centro Bell estaban llenos y, a -18C, alejarse mucho no era evidente.

Al final encontramos un parquímetro, como a cinco cuadras, cinco cuadras congeladas, pero cinco al fin y al cabo...pero si llenábamos el parquímetro nos quedarían unos minutos antes de las nueve y habría que llenar el parquímetro a distancia por unos minutos. Las nueve, es la hora perfecta, porque a partir de allí, el parquímetro no cuenta. Así que esperamos unos minutos dentro del carro  hasta que fueran las siete, con los vidrios empañados, oyendo canciones de Pink Floyd. A las siete en punto nos paramos y fuimos a hacer el ticket que decía que era válido exactamente hasta las 9 de la noche. Y yo, que había tenido que pagar dos multas en dos semanas,  me sentí feliz de no tener que pagarle ni un minuto más a los estacionamientos de Montreal.

Nevaba y había viento y a pesar de las gruesas parkas y mis excelentes botas y gorro, el frío se me metía entre los ojos. Me sentía como cuando acababa de desembarcar a esta ciudad blanca con mi esposo al lado.  Por fin llegamos al Centro Bell, que se encuentra medio escondido detrás de una estación de metro. Lo primero que me llamó la atención era que no había revendedores.

Entramos. Era bastante temprano. La gente iba llegando a cuenta gotas. Señoras, señores, todos amables, educados, bien vestidos. Abundaban las pancitas, las calvas y las dobles papadas. En un momento dado tuvimos que pararnos y dejamos los abrigos allí, con las llaves del carro adentro.

"No te preocupes", le dije yo a mi esposo, "aquí todos tienen mejores abrigos y carros que nosotros".

La última vez que estuvimos en un concierto de Elton John, había que luchar contra los fumadores y el olor de marihuana. Esta vez no, esta vez no olía a nada, ni siquiera olía a perfume porque está mal visto perfumarse demasiado, no vaya a ser que el olor le moleste al vecino.

Montreal tiene una cosa especial como ciudad. Es una ciudad francófona, pero uno puede creerse que es una ciudad anglófona de vez en cuando. El día de Elton John fue una de las veces. Todo el mundo hablaba Inglés, eso si, cuando te pedían por favor el paso para irse a sentar a sus asientos, te dirigían la palabra en Francés. Montreal es también una ciudad extremadamente cosmopolita, pero el día de Elton John la única que parecía cosmopolita era yo, con mis crespos negros y mi cara color de oliva. Del resto, no se veía ni una minoría a varias millas a la redonda.

En eso, salió Elton John. El también estaba mucho más gordito que la última vez, pero tocó y tocó y tocó como un ángel. Todas las canciones eran las favoritas y tocaba sin parar. El público, que yo sentía muy aguado, se fue calentando. Al principio, sólo unos muchachos jóvenes que estaban en primera fila, se paraban y bailaban al ritmo de las canciones. Elton John le hacía señas a la gente para que se sumaran al concierto, sin mucho éxito al principio. Por fin, ya después de la mitad, el público pareció descongelarse y comenzó a seguir la música y el feeling del concierto.

Al final fue un concierto fenomenal. Elton John estuvo espectacular y fue asombrosamente generoso con más de dos horas ininterrumpidas de éxitos.

Salimos al frío, a buscar el camino para encontrar el carro. Unos vendederos ambulantes vendían franelas conmemorativas en medio de los -18C de las noche. No vendían casi, las tallas eran tan chiquitas que la extra-large de hombre no le servía ni a una mujer promedio. Una señora elegante se nos acercó preguntándome si yo sabía cuál era el camino al metro, yo traté de darle informaciones, pero sin mucha certeza, hace tiempo que no agarro metro. Por fin, salimos a la calle principal donde habíamos estacionado. La gente hacía fila india y caminaba rápido para pasar los semáforos lo más rápidamente posible para no quedarse ahí congelados. En Montreal, a las once de la noche a -18C, aún se respetan semáforos.

 De pronto, me pegó una mezcla de olores, peculiares, conocidos, pero remotos...

"Vaya, vaya", me dije, "cigarrillo y marihuana".


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