Saturday, January 27, 2007

Camisas rojas y teléfonos blancos


Dedico este escrito a la memoria de mi papá,
Benito Sansó, quién me enseñó a desconfiar
de camisas monocolor y de teléfonos blancos.



Mi papá odiaba el fascismo.

La repulsión que sentía ante cualquier idea, personaje o situación que oliera a fascismo eran proverbiales. Quizás era porque había nacido en plena era fascista y le había tocado crecer en la Italia de la posguerra.

Irónicamente lo habían bautizado Benito, como a millones de sus contemporáneos, pero en su casa siempre lo llamaron por su segundo nombre. Al preguntar, entonces, porqué sus padres lo habían llamado Benito, mi papá me explicaba que el Estado fascista incitaba a que se tuvieran muchos hijos, para poblar el “Imperio”, y, si los niños eran varones, en particular si eran hijos de trabajadores del Estado, estaba “bien visto” que fueran bautizados con los nombres relacionados con el régimen.

Abundan, de hecho, los italianos de esa edad llamados “Benito”, “Romano”, “Umberto”, “Vittorio” o “ Bruno”.

¿Pero, porqué habiendo en casa de mi abuela tantos varones, todos nacidos en años sucesivos, le había tocado justamente a mi papá ganarse la lotería del nombre? De hecho, aunque el fascismo se había instaurado en Italia en los años 20, nunca antes ninguno de mis numerosos tíos fue bautizado tomando en cuenta tales conceptos.

Aunque nadie me lo aclaró antes, un poco de historia me ha hecho encontrarle la explicación.

Mi papá nació en el 38.

El 38 fue el año fetiche que marcó el recrudecimiento del fascismo, el fortalecimiento de la alianza con Alemania y la promulgación de las leyes raciales italianas. Es en el 38 entonces que se institucionaliza la persecución contra los judíos, las confiscaciones de bienes, los despidos obligatorios, las prohibiciones de enseñanza por hebreos y la de educación de niños hebreos en escuelas del Estado. Más tarde, bajo la influencia creciente alemana, vendrán los trabajos forzados en campos de concentración y las deportaciones masivas de judíos hacia Alemania. Pero es en el 38, y en los pocos años que lo preceden, que el fascismo, que se había instalado como un concepto nacionalista en los años 20 y cuyo fundador, Mussolini, había sido incluso un líder socialista, pasa a mostrar plenamente la cara de régimen totalitario en el que se persigue a intelectuales y se militariza la sociedad.


A pesar de que en Venezuela no se ha llegado a esos extremos, no es difícil hacer un paralelo con la evolución que se está viviendo en el país.

El proceso gira alrededor de un líder carismático que al principio convence al pueblo a seguirlo, identificando fallas en el sistema que cualquiera puede reconocer que existen. Su discurso inicial se aprovecha de la incertidumbre política y social del momento y llama al sentido común y a la eliminación de antiguos privilegios. Una vez en el poder, el líder manipula el Estado de derecho destruyendo la institucionalidad. Infiltra el ejército con su doctrina, modifica leyes y promulga otras para, incluso, obtener mayorías totalmente artificiales que le permitan proseguir su conquista del poder absoluto. Mientras tanto, utiliza los recursos del Estado exclusivamente para fines populistas que garanticen su popularidad, independientemente de las repercusiones a mediano y largo plazo para el país. El líder se vuelve cada vez más ávido de poder, ante una oposición débil que no sabe organizarse para hacerle frente, que cuestiona las elecciones y que incluso abandona su puesto en el parlamento. El líder conoce la importancia de la propaganda y, para tal fin, cuida su figura y sus discursos y utiliza abundantemente los nuevos medios audiovisuales, el cine y la radio, así como todos los recursos mediáticos del Estado, para seguir ensalzando su imagen. El régimen se ocupa de irse apoderando de los medios de comunicación, censurando y coercionando a sus directivas, pero quiere seguir dando la idea de que existe una prensa libre y libertad de expresión.

Pronto la noción de partido único se impone y aquellos funcionarios o maestros que no pertenezcan a tal partido son desterrados de sus puestos y algunos de sus hogares. Pronto también el Estado y el partido se confunden, ya que ambos engendran una misma doctrina. Se dice que tal doctrina, que está íntimamente ligada al líder mismo, será la que remplazará a todas las otras, la nueva doctrina política del siglo XX. El régimen se ocupa particularmente de la educación y, desde pequeños los niños deben entender que son tan sólo un engranaje en la compleja maquinaria cuyo único objetivo es la preservación de la sociedad dentro de los nuevos cánones doctrinarios. La educación requiere que la sociedad se divida en grupos semi-militarizados, cada uno con un objetivo claramente definido por un Estado todopoderoso que obedece al líder. La identificación ideológica es inquebrantable y se manifiesta mediante vestimentas de un color preciso, el negro, que se vuelve omnipresente en todos los actos públicos. La disidencia es perseguida y muy pronto la diferencia también lo será .

Ahora bien, en nuestro mundo criollo , no se habla del fascismo del siglo XX, sino de socialismo del siglo XXI y las camisas no son negras, sino rojas, pero los mecanismos de toma del poder y el camino hacia el totalitarismo fascista están claramente delineados.

Hace muchos años fui a ver por primera vez la película “Telefoni Bianchi” que narra la subida y la caída del fascismo vista por una actriz cercana al régimen que vivió durante algunos años la vida brillante de aquellos que se embriagan con el poder.

Al salir del cine, le pregunté a mi papá cuál era el significado del título. Me explicó que en aquel entonces pocos tenían acceso a teléfonos y los pocos que habían eran negros. Los teléfonos blancos eran entonces un lujo exuberante que sólo aquellos muy ricos o muy allegados al poder podían gozar.

Al final de la película, después de la caída de Mussolini, la protagonista que vivió durante años con abrigos de pieles y teléfonos blancos se ve sola, pobre y abandonada y dice una frase que se me ha quedado grabada todos estos años.

“ Y de repente, cuarenta millones de italianos se dieron cuenta que nunca habían sido fascistas”.

De la misma manera, en algún momento, cercano o lejano, en un año o en veinte, aquellos que habrán vivido entre camisas rojas y teléfonos blancos, se pararán a reflexionar sobre el estado del país y el estado de sus vidas y se dirán:

“Y de repente, veintiséis millones de Venezolanos se dieron cuenta que nunca habían sido Chavistas”.

Apostilla

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