Saturday, December 26, 2009

La muerte de Rafael Caldera

Intervención de Rafael Caldera tras el golpe de Estado de Febrero 1992.

La muerte de Rafael Caldera ha exacerbado en la opinión pública el hacerlo chivo expiatorio de lo que sucede hoy en día en Venezuela. En foros, blogs y twitters las opiniones se concentran sobre el hecho particular del sobreseimiento a los golpistas del 4 de febrero de 1992 que le abrió el camino al poder a Chávez quien, de otra manera, nunca habría logrado llegar a Presidente por ninguna vía democrática.

La historia es implacable, y los hecho son los hechos. De la misma manera que Hugo Chávez nunca podrá quitarse de encima el calificativo de golpista, la historia nunca podrá borrar que fue el indulto de Rafael Caldera lo que impidió que Chávez fuese sentenciado y así pudiera llegar a ser Presidente de Venezuela.

Para algunos, fue un grave error, para otros, fue un gesto normal para pacificar la democracia. Su hijo Andrés indicó recientemente que Caldera no puso a Chávez en el poder, simplemente lo indultó. Fueron los Venezolanos quienes votaron por Chávez.

Andrés Caldera tiene toda la razón: sin el voto popular, Chávez nunca habría llegado a ser Presidente. Sin embargo, incluso si borramos el episodio del indulto, Rafael Caldera tendrá una responsabilidad histórica en el haber contribuido a las condiciones para que los Venezolanos se vieran tentados de votar por un golpista que les vendía la idea del cambio.

Según las memorias proscritas de Carlos Andrés Pérez, Caldera fue apoyado por Rómulo Betancourt quien entendió que para no volver a dictaduras militares y poder hacerle frente a la amenaza del totalitarismo a la cubana, había que tener un partido contrapeso que representara la alternativa democrática a Acción Democrática. Caldera surge entonces como el líder de la oposición que llega finalmente al poder en 1969, después de tres derrotas electorales.

Yo era niña cuando Caldera llega al poder, pero recuerdo perfectamente la primera vez que oí hablar de él: en un paseo de primero de Enero en un parque de Los Chorros, no lejos de la famosa "Quinta Tinajero", los postes estaban llenos de afiches que decían "llegó el Cambio".

Y el cambio llegó , pero no duró mucho. A partir del final de la Presidencia de Caldera los partidos cayeron en el inmobilismo político ya que centraron todas sus estrategias en la reelección en Copei de Caldera y, más tarde, en AD, de Carlos Andrés Pérez. El pueblo, con su sabiduría, interpretaría la situación con una sola frase que comenzó a circular por el país a penas terminado el período de Pérez: "en el ochenta y ocho, el gocho y el chocho".

Ése inmobilismo político, producto de la ambición personal, llevó a mi generación, que es la primera generación nacida en democracia y también la primera generación venezolana de la diáspora, a quedar sin cabeza, sin voz, sin líderes, sin representación. Nacimos con los líderes de nuestros padres y luego crecimos y vivimos de adultos con los mismos líderes. Ése personalismo partidista hizo que los partidos que fundaron la democracia nunca se renovaran: cada vez que algún delfín asomaba cabeza, la vieja guardia, que en Copei estaba representada por Rafael Caldera, se encargaba de cortarle el paso. La ambición fue tan grande que se sacrificaron elecciones y se crearon partidos nuevos con tal de impedir el renuevo de las opciones democráticas.

La Naturaleza es inexorable y según ella los organismos que no se renuevan terminan extintos. Eso fue lo que sucedió en Venezuela con los partidos de la democracia y fue un malestar anti-partido lo que lleva finalmente a los Venezolanos a apostar por un golpista como elemento de mejoras y de cambio.

Entonces si bien es cierto que Caldera no pone a Chávez en el poder, también es cierto que su ambición de poder guió y mutó la política venezolana que hizo que Hugo Chávez fuera posible.

Hubiese podido no ser así.

Rafael Caldera tenía la formación, el temple y la madera de estadista y hubiese podido perfectamente guiar a Venezuela hacia un camino de prosperidad y democracia en el que él no fuera protagonista.

Pero en los momentos claves, Caldera falla.

Falla en no aceptar el veredicto de su propio partido que escoge a otro candidato, falla en no condenar inmediatamente e irrevocablemente el golpe de estado del 1992, su discurso poco condenatorio en el Congreso (ver arriba) fue simplemente irresponsable. Caldera falla en coquetear con la opinión populista que lleva finalmente a Chávez al poder. Falla, finalmente, en no alzar su voz vehementemente para defender la democracia que el mismo había ayudado a crear y convertirse en una figura moral de talla en contra del descalabro democrático que representa, desde el inicio, el gobierno de Hugo Chávez.

Me siento triste por la muerte de Rafael Caldera, a quien vi dos veces, me pareció un hombre amable, de memoria prodigiosa que recordaba perfectamente nuestros nombres una vez hechas las presentaciones. Me siento triste por el hombre político que deja un legado histórico que no es acorde con su potencial de estadista y que probablemente no es el que el hubiese querido que fuera.

Pero sobre todo, me siento triste por Venezuela: Rafael Caldera representa a la otra Venezuela, la Venezuela de mi infancia, aquella preñada de potencial, esperanzas y expectativas, que quiso ser y no fue.

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