Tuesday, December 01, 2009

6 de diciembre de 1989


Me preguntas si estuve ahí. Si y no, ya que salí casi media hora antes de que todo empezara.

Me preguntas cómo fue. Fue triste, muy triste. Una tristeza tan grande que se va apoderando de mi cada primero de diciembre, desde hace veinte años. La tristeza se instala y dura, hasta el día seis, a las 11 de la mañana, en que guardamos el minuto de silencio y después se va suavemente, hasta el año siguiente o hasta que me toque pararme en frente de la placa negra conmemorativa del 6 de diciembre.

Me preguntas cómo comenzó todo. Para mi todo comienza a la 1 de la tarde en el centro de investigación donde trabajaba. Mi colega Michel se iba de viaje a Francia y no podíamos reunirnos para discutir un artículo. Le dije que de todas maneras, tenía que subir a la Escuela a dar mi última clase, así que no tendría tiempo.

-Te escribo desde París-me dijo antes de despedirse con un abrazo. Me sorprendí, Michel viajaba a menudo y nunca se había despedido con un abrazo.

Subí a pie la cuesta que separaba el centro de investigación de la Escuela. Hacía mucho frío, pero como yo no tenía carro, tenía un buen abrigo y estaba acostumbrada a las largas caminatas de invierno.

Era la última clase del año. Siempre me he jactado de ser buena profesora, pero ese día no me entendía a mi misma. Estaba anormalmente descortinada y desconcentrada. Me dije que debía ser que se anunciaba una tempestad de nieve. Les ofrecí a mis alumnos quedarnos media hora mas. Fue así como en vez de terminar a las 3h35, terminé alrededor de las 4h15 y bajé luego desde el quinto piso por las escalera laterales que llegaban a la oficina del registro donde vi de reojo a un muchacho sentado que tenía un maletín en el piso. Al menos, creo que lo ví, a menos que sea una imagen falsa fabricada por mi memoria.


A las 4h30 estaba afuera, dispuesta a bajar la cuesta. Hacía aún mas frío. Decidí ir a buscar unos papeles que había dejado en mi oficina en el centro de investigación. Nadie me vió entrar. Verifiqué mi correo electrónico, recogí mis papeles y me dispuse a partir. Nadie, tampoco, me vió salir. Atravesé la calle y tomé el autobús que me llevaría a la guardería, el número 51que pasaba por los tres puntos claves de mi vida: el trabajo, la casa, la guardería.

El autobús llegó rápidamente pero luego se quedó parado en un semáforo. Era una cola inusual. Avanzamos un poco y se quedó parado nuevamente. Oíamos sirenas, muchas sirenas, a pesar de que no podíamos ver ninguna. Mi corazón dió un vuelco pensando que quizás podía ser un incendio, y que estábamos cerca del edificio donde vivía, ese día mi esposo y mi hija bebé estaban ambos en casa. Dí un suspiro de alivio cuando me di cuenta de que el edificio de mi casa estaba intacto. Pero unas cuadras mas allá, las sirenas siguieron sonando “La guardería!” Me dije con angustia, “qué no sea la guardería!”.
Unos minutos más tarde pude ver que los carros de policia cruzaban inmediatamente a la derecha a la entrada de la Universidad. Me quedé alarmada al ver el enorme número de carros que seguían subiendo. Algo muy grave debía haber pasado arriba en la Universidad.

Al bajarme frente al edificio de la guardería, vi a cientos de jóvenes bajar a su vez las escaleras que venían de la escuela que yo había dejado media hora antes. Una de ellas era una de mis estudiantes que pensaba que yo tenía intenciones de volver a subir a la escuela y me advirtió que no subiera porque había un loco disparando.

Mi primera reacción fue correr a la guardería a abrazar a mi hijo. Lo sentí caliente. La educadora me explico que había tenido fiebre toda la tarde, probablemente una de sus tantas otitis. Llamé a mi esposo para indicarle que algo había pasado en la Escuela, que yo estaba bien y que iba a llevar a mi hijo al hospital para revisarle los oidos.

En el hospital, las sirenas seguían rugiendo, iban llegando mas y mas heridos.

Cuando regresé a la casa, mi esposo abrió la puerta indicándome que parecía que la cosa había sido muy grave. Habia varios muertos y muchos heridos. Asombrosamente los periodistas comenzaban a decir que todas las víctimas parecían ser mujeres.

Esa noche nadie llamó, ni yo llame a nadie: todos teníamos miedo de averiguar quién no estaba en su casa.

En los dias que siguieron comenzamos a entender lo que había pasado. Un muchacho desquiciado había esperado a la última hora del último día de clases para entrar a la escuela a disparar contra las mujeres. Dijo que las feministas le habían arruinado la vida y que no había mas feministas que las muchachas de ingeniería. Y asi siguió de clase en clase, del corredor a la cafeteria apuntando sólo a las muchachas. Hasta que, en un ultimo salón decidió terminar consigo mismo y acabar con la masacre. Había matado a 14 muchachas y herido a mas de 40 personas.

Al dia siguiente, cuando entré a mi oficina, aquellos que me habían visto salir a dar clases la tarde anterior, dieron un suspiro de alivio. Michel había llamado desde Paris al oir la noticia, para saber si sabían de mi. Recibí muchos correos electrónicos de todas partes del mundo. Estoy bien, les decía, pero estoy triste.

Cuando la ciudad se dió cuenta de la inmensidad de lo que había pasado, un shock colectivo se apoderó de todos. Una frase del periódico resumía el estado de todos nosotros “Ciudad de llanto”.

En los dias que siguieron, una de las compañeras de las estudiantes heridas decidió fundar la coalición para el control de armas. En los meses que siguieron, trabajamos todos para recolectar millones de firmas para que se restringieran las armas de fuego en Canada. Fue la primera vez que sentí lo que era una militancia y la primera vez que utilicé el correo electrónico para la misma. La ley pasó. Diez años mas tarde el lobby de armas intentó echar la ley para atrás, eché mano de Internet nuevamente y de nuevo, tuvimos éxito. Ahora, veinte años más tarde, el gobierno conservador acaba proponer anular el registro de armas...

Al trimestre siguiente me tocó enseñar en un salón que yo creía parecido al salón donde el asesino había acabado con su vida. Era un salón inmenso, de pupitres separados que se encuentra al final de un gran pasillo. Años después supe que nada tenía que ver con el salón maldito, pero en aquel momento  yo pensaba que estaba justo encima. Estaba un poco aprehensiva de volver a dar clases y, cada vez, me preguntaba cómo habría reaccionado si el loco hubiese adelantado su horario y hubiese entrado en mi salón. Un día alguien tocó a la puerta en el medio de mi curso. Me dijo que se trataba de un mensaje importante que tenía que darle a ciertas personas.

Me quedé paralizada del miedo, pero el no esperó mi respuesta, entró y preguntó quién era Catherine.

Cuando una de mis estudiantes alzó la mano, se arrodilló ante ella, sacó un corto poema de un bolsillo y le entregó una rosa.

La carcajada me salió espontáneamente ante la escena. ¡Por supuesto! Se trataba de la fiesta de San Valentín y el Centro de Estudiantes organizaba a unos Cupidos que se encargaban de entregas de rosas y poemas por encargo.

El muchacho preguntó después quién era Chantal, y acto seguido entregó la rosa y leyó otro poema breve.

Las carcajadas siguieron.

Por último, el joven preguntó por mi nombre

Asombrada le dije que era yo.

Cupido entonces se arrodilló frente a mi, y ante las carcajadas crecientes de la clase, sacó una hoja con un largo poema, muy bien escrito, que mezclaba hábilmente imágenes de un amor imposible con los términos matemáticos que yo utilizaba en clase.

Las lagrimas se me salían de la risa.

Conservé el poema durante muchos años encima de mi escritorio sin saber nunca quién lo había compuesto y la rosa se fue deshaciendo de lo vieja.

Cada vez que puedo, me paro ante la placa negra y saludo con la lectura de sus nombres a las catorce muchachas que quisieron ser ingenieros o que un trágico destino llevó a la escuela ese 6 de diciembre de 1989. Y a veces, a finales de año, en los días como hoy, cuando va llegando el 6 de diciembre y me embarga la tristeza, me acuerdo más bien de aquel 14 de febrero de 1990, de la rosa y del poema. Entonces, me sacudo la melancolía, entro rápido al edificio a dar mi clase y a asombrarme con las caras jóvenes que me miran y oyen con atención y que, año tras año, siguen teniendo siempre la misma edad, a pesar de mis años, y siguen temiendo el examen final, a pesar de mis recomendaciones. Prendo el proyector del salón, hago un resumen de fin de semestre y una pregunta a quien quiera atajarla. Al finalizar la clase, me despido de ellos, les deseo suerte y me quedo sola de nuevo en el salón.

Cierro entonces el proyector, recojo mis útiles y apago las luces mientras me digo que, al final, la vida siempre gana.
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La historia

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