Monday, July 16, 2007

De salsa y De León

La primera vez que bailé formalmente salsa fue con un muchacho muy alto al cual le llegaba apenas unos centímetros por encima del ombligo. Me había sacado a bailar y yo le dije que si, venciendo mi timidez y mi falta de experiencia. Me molestaban los tacones que me había puesto por primera vez, así que me quité los zapatos y empecé a bailar en medias de nylon. A pesar de la diferencia de estatura, de las pisadas y de que me sentía que estaba bailando con una barriga, desde ese momento la salsa se quedó conmigo para siempre. Muchas serían las fiestas, y las parejas de baile que siguieron y, después de tantos años, aún siento la atracción de esa música magnífica que le hace a uno querer mover cualquier hueso del cuerpo.

Con los años me he dado cuenta de que no es así para todo el mundo. Es como el gusto por la arepa. Uno piensa que a todos les gusta la arepa, y resulta que no, que muchos de los que no nacieron comiéndola la encuentran sosa y sin gracia.

Hace un tiempo, le propuse a uno de mis amigos, casado con una fanática de salsa, que tomara clases para hacerle un regalo sorpresa a su esposa. Con desazón, F. me confesó que el sabía que cualquier clase era inútil, que no la bailaba ni por falta de ganas ni por falta de conocimientos, sino simplemente porque no podía oirle el ritmo.

-¿No lo oyes ?-le pregunté extrañada.

-No- me dijo. –Puedo oir el del merengue, el de la cumbia, pero no le oigo el ritmo a la salsa.

-De hecho- me dijo- la salsa no tiene ritmo.

Incrédula, le puse un disco de Oscar De León, y le iba marcando los pasos para que el los siguiera. Después de media hora, me dije que no había nada que hacer. Mi amigo se movía al ritmo de valse, de chacha o de cualquier otro baile, pero definitivamente, no seguía el ritmo de la salsa.

Me rendí entonces a la evidencia y le recomendé más bien entonces unos discos de Oscar De León y de Rubén Blades para que se los comprara a su esposa de regalo.

Reciéntemente tuve la oportunidad de corroborar en parte la experiencia de mi amigo.

Me encontraba en otra ciudad y, curiosiando en un folleto de actividades culturales, me encontré con que habría un concierto de Oscar de León. Oscar de León ! En persona ! Me apresuré en ir a comprar entradas antes de que se acabaran y, el día previsto, me fui temprano con unos amigos, que no lo conocían, para conseguir un buen puesto. Pena perdida. La muchedumbre, si así se le puede llamar, ocupaba apenas una décima parte del espacio reservado. Sobraban las gradas y los huecos. La gente iba llegando a gotas, incluso después que Oscar de León había ya comenzado a cantar.

El espectáculo fue magnífico, la personalidad, la vitalidad y generosidad de Oscar De León para con su público se combinaban. Me cosquilleaban los pies, las caderas, los hombros y lo brazos y fue así como abandoné las gradas para darle rienda suelta en la planta baja a mis ganas de bailar. Por mucho tiempo fui la única. En la zona donde estaba, decenas de parejas miraban estáticas hacia el escenario, sin mover siquiera un talón, inmunes a la atracción que la música de De León ejerce sobre sobre cinturas, piernas y cadera. Los aplausos eran tibios, a pesar de la calidez del espectáculo.

De León no se resignaba.

La frialdad del público parecía encenderlo más. Le metía más energía a cada paso y recitaba cada estrofa con mayor énfasis. Nada. Mencionó el nombre del país y de la ciudad varias veces. Nada. Cantó una canción inédita que acaba de componer de un hombre que quiere a la esposa y a la querida a la vez, amenizada por la presencia de una joven madre con un niño y de una muchacha despampanante que hacía de querida. Nada. Cantó una versión salsosa de un viejo hit conocido por todos los presentes. Nada. Dijo en Español que dejaran la frialdad. Nada.

Por fin, en un momento mágico, el escenario se prendió con el sonido de los acordeones. De la salsa clásica, De León pasó a la famosa canción sobre la cumbia que emociona. A mi me parecía regresar al Chacaito de mi adolescencia, al centro de carritos por puestos, donde abundaban los puestos de ventas de buhoneros. Me parecía presenciar alguna temida redada de policías pidiéndole la cédula a los vendedores, mientras las sabrosas cumbias de los radios a todo volumen delataban la nacionalidad de cada quién.

El pequeño milagro se produjo. Mis compañeros de los lados comenzaron a mover tímidamente las caderas en sus primorosamente planchados pantalones estivales de lino. Mientras tanto, la música me embriagaba y comencé a seguirla con paso cerrado,una mano arriba y otra en la cintura, moviendo sólo las caderas y dando vueltas sobre mi misma. Así pude ver a mi alrededor que alguna que otra pareja se dejaba también llevar levemente por el ritmo. Una mujer rubia alta, de razgos eslavos, comenzó a bailar con un hombre pequeño de facciones indias. Brincaban cada uno a su manera su interpretación de la canción y comenzó a formarse un pequeño grupo alrededor de ellos. Los acordeones seguían cantando, y otras caderas se iban agregando al espectáculo.

Yo, entonces, me pregunté si la teoría de mi amigo F. no sería cierta. A lo mejor los oidos foráneos no podían detectar el ritmo de la salsa, pero el de la cumbia si.

Sin embargo, no se crean, hubo magia, pero el efecto no fue el de la escena final de El Perfume cuando se destapa la botella. Los grupos dansantes no eran numerosos y aquellos que lo hacían sentían aún la timidez de aquellos que se sienten que están fuera de lugar. Las parejas tiesas abundaban y muchos hombres solos de pelo bien cortado y refinadas sandalias veían aún con asombro a aquellos que parecían haberle encontrado la llave al ritmo.

De León cantó algunas canciones más y luego, exhausto del esfuerzo de cantar ante un público que respondía poco, presentó a sus músicos, cantó una última canción y se retiró.

Los aplausos finales fueron tan tímidos como todos los que había oido durante la noche. Yo entonces lo aplaudí sóla, muy duro y muy largo, como si mi voz y mis palmadas pudieran compensar por la falta de entusiasmo del resto del público.

Había sido un concierto magnífico, de un hombre magnífico en una magnífica ciudad…que pronto aprenderá a entenderle el ritmo a Oscar De León.

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