Anaís había llegado a lo alto de la calle, donde se encontraba la casa, o mejor dicho, el rancho grande, donde Cándida vivía. Allí estaba, había perdido la esbeltez de su juventud pero conservaba el porte y la sonrisa. Cándida era ahora esa mujer alta, de amplios pechos y caderas tongoneantes que salió corriendo a recibirla y la abrazó con alegría. Después de emocionantes saludos y recuerdos se la llevó a un patio de tierra, donde jugaban pelota unos niños descalzos y donde las hileras de ropa tendidas y unas enormes matas de cambures proporcionaban una cierta intimidad. Las cumbias del ambiente se mezclaban con las voces rápidas de los locutores de Radio Tiempo que indicaban que seguía habiendo aguas negras en el barrio La Pedrada.
Anáis se sentó en una vieja silla de jardín tejida en plástico que le era vagamente familiar. Aceptó un vaso de jugo de parchita que Cándida le tenía preparado y comenzó a explicar lo que le estaba sucediendo.
Todo había comenzado hacía dos semanas cuando el timbre había sonado.
Era el cartero.
-Anais García?- preguntó.
-Soy yo.
-Por favor, firme aquí.
Anais firmó.
Era una carta recomendada. Dentro del sobre había una antigua caricatura de Anaís y una sola frase sin firma:
“quiero verte”.
Al reconocer la caligrafía, el corazón de Anaís dio un vuelco y muy pronto, el viejo escapulario que se había escapado del sobre le indicó que tenía razón. Era el escapulario que Alberto había tenido en el cuello el día que se conocieron. Anaís le había preguntado riendo que qué era eso, y fue así como supo que los escapularios eran las medallas de la gente pobre. Alberto lo llevaba siempre consigo, dentro de la túnica de algodón indú que parecía ser el único tipo de vestimenta que aceptaba ponerse, junto con los pantalones holgados de algodón y el consabido par de alpargatas.
Cándida la interrumpió. El mensaje de Alberto después de tantos años de silencio ameritaba un comentario, pero realmente no entendía porqué Anaís estaba tan consternada, en el fondo, decía Cándida, ella siempre lo había sabido.
-No, Cándida, no es eso, espera a que oigas el resto.
Dos días después de la carta de Alberto, Anaís recibió un correo electrónico, venía de una gran Universidad Americana, y era de Didier Languelot.
La primera vez que había visto a Didier fue en una conferencia. Ella estaba en la tarima de arriba del auditorio, impresionada ante la claridad de las ideas que el exponía. Se había preguntado de dónde salía ese hombre joven tan buenmozo que todos citaban como un verdadero prodigio. Didier desprendía una masculinidad discreta y anticuada para alguien tan joven, que lo hacían particularmente atractivo. Anaís no podía definir qué era exactamente. Tiempo después, cuando trabajaron juntos, Anaís pensó que quizás fuera la manera como le sostenía la puerta para que élla pasara, o la manera como se paraba con las manos en el bolsillo, o el porte elegante. Didier era fascinante y lo sabía. Pero con Anaís tenía una simpatía particular, una manera de tratarla que le borraba la arrogancia y le sumaba el carisma. Las reuniones de trabajo eran intensas intelectualmente y sexualmente electrizantes, porque no hay nada que una más que un objetivo común y nada más atractivo que un buen cerebro.
Un día, después de una de esas maratónicas sesiones de trabajo, Didier se la quedó mirando y le dijo:
-Si quieres, quiero.
Al principio ella no estaba muy segura de haber entendido. Pero los ojos de Didier le indicaron que había interpretado la frase correctamente. Anaís se debatió entre el temor y el deseo, pero ambos tenían pareja en ese momento y querer significaba complicarse la vida y abandonar muchas cosas que tomaban por adquiridas.
No quiso.
Las reuniones de trabajo llegaron entonces hasta allí. Eso había sido hacía mas de diez años y nunca mas tuvo ningún contacto directo con Didier, hasta este mail de una sola frase:
“Llego la semana que viene y, ...si quieres, quiero”.
Un choque eléctrico la envolvió durante unos segundos, mientras leía y releía incrédula el email de Didier. No podía creer que, después de diez largos años Didier aún se acordara.
Cándida escuchó seriamente y luego interrumpió el relato con una carcajada.
-Pero bueno, mi niña, si eso no es malo…eso te pasa por buenamoza.
Anaís no pudo menos que echarse a reir un rato por la ocurrencia
-Espera, Cándida, que sigo el cuento.
La tercera carta llegó el Lunes antes de su cumpleaños, era de Rubén, Rubén-Rubén, Rubencito ven… Anais recordaba los apodos, las idas al parque en la parte alta de Altamira, los ojos aguarapados, el pelo rubio y el porte grande, que a ella le parecía inmenso. Pero no recordaba el apellido y esta carta tampoco lo decía. Estaba firmada simplemente “Rubén”, como si el presupusiera que ella se acordaría de él. Rubén escribía que después de tantos años había querido saber de su paradero. Después de tantos años, esperaba que ella aún tuviera tiempo para verlo, así fuera un momento.
“Aquí tienes mi número de celular, llámame ”, terminaba la nota.
Anaís sonrió. Rubén tenía razón, claro que se acordaba. Ella tenía sólo cinco años y el tenía nueve pero cuando echaba la memoria hacia atrás para preguntarse cuál había sido su primer amor, siempre caía, asombrada, en los sentimientos de admiración total y de fascinación no retribuida y sin titubeos que la chiquilla Anaís tenía con el gran Rubén. El amor le había durado los años de la escuela primaria, hasta que la mudanza de Rubén a otra zona de la ciudad le rompió el corazón por primera vez en la vida.
-Ah si, mi niña, si lloraste, ¡y eso que no tenías ni doce años!
Después de esta, fueron llegando otras cartas : de su compañero de baile, del profesor de matemáticas, de su dentista, de su primer jefe. Anaís no sabía qué era lo que estaba pasando, en un espacio de tres días había recibido carta de todos aquellos amores, menores y mayores, que siempre habían estado escondidos, de esos que nunca fueron confesados más que a la puerta trasera de su cerebro. Cada carta era un novio fallido, un amor imposible o un amante potencial que no pudo ser y que de repente volvía hacia élla por quién sabe qué razones.
Uno a uno, se los estaban devolviendo.
Mientras Cándida le servia más jugo de parchita, Anaís seguía su relato.
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